Para empezar por lo primero, Rayuela tiene un “Tablero de dirección”, en el que se nos indica que hay muchos libros posibles en este libro, pero sobre todo, dos libros. Y también se nos dice de qué manera leer esos dos libros, que como se ha comentado acá, significan completamente distinto. Esto es de por sí una invención, una tura, y por lo tanto una forma de decirle al mundo que ya basta de leyes y de instituciones, ya basta de formas establecidas y de reglamentos hasta para leer… con una objeción: el autor propone otro reglamento de lectura. De hecho conozco gente que leyó el “primer libro”, gente que leyó el “segundo libro” y gente que leyó los dos, pero no conozco a nadie que haya intentado otro orden cualquiera.
El concepto de la atadura a los moldes establecidos y de su quiebre vuelve a aparecer en los epígrafes, ya comentados: las reglas universales del Espíritu de la Biblia y la ruptura de todas las reglas de Cèsar Bruto. Podemos empezar:
El capítulo 73 es un comienzo que no es comienzo, la frase inicial parece venir de una secuencia anterior, y entonces es como que las palabras se espiralan para plantear otra vez una dicotomía, entre las costumbres y las turas; entre lo instituido y la creación. Aparece Morelli hablando del napolitano que vio en un tornillo otra cosa, e hipotetizando acerca de si ese objeto tan cotidiano era en realidad un dios. Pero el narrador lo contradice, piensa que Morelli está equivocado, en un juego interesante de voces, que por otro lado cambian de persona con extrema facilidad, para terminar pretendiendo que se acaben las dicotomías en un día definitivo y esencial en que encontrar el sí sin el no o el no sin el sí y etcétera, y todo el capítulo me parece como helicoidal, o sea, como un tornillo.
Los capítulos 1 2 y 3, referidos a la Maga y Oliveira, narrados por éste, describen el vínculo un poco mágico, aunque no del todo, entre ambos personajes, quizás un tanto excéntricos o poco convencionales, qué sé yo si lo serían en el París de finales de los 50. Se advierte la superioridad intelectual de la que se jacta Oliveira y ese aspecto un poco extraño de su personalidad, como la manía de pensar cosas inútiles o el episodio del terrón de azúcar. También lo de sentirse patafísicos, es decir excepciones, o excepcionales, un rasgo como adolescente si se quiere. Están también el relato de sus primeros encuentros, las ansias de cantar de la Maga, el reniegue de Oliveira hacia la clase media educada argentina, su descargo por su estado de quietud, o vagancia, o inacción, la justificación de la estadía de Rocamadour en el campo. Todo anecdótico menos el estilo, que fluye con extraña soltura, al modo de los maestros.
El capítulo 116 lo comenté ayer, no tengo mucho que agregar.
Ah, me faltó comentar el epígrafe a “Del lado de allá”, que se refiere a la dificultad extrema de representar a un país. ¿Se referirá al hecho de ser un argentino en París? El que es un personaje es este Jacques Vaché: (Nantes, 1896- id., 1919) Personalidad literaria francesa. Ejerció una notable influencia sobre André Breton en su juventud. Su espíritu rebelde y sus algaradas forman parte de la leyenda literaria. En 1917, vestido con un uniforme del ejército británico y empuñando una pistola, irrumpió en el teatro en el que se representaba Las tetas de Tiresias de Guillaume Apollinaire, amenazando con disparar contra el público en señal de protesta por lo «excesivamente literario» de la pieza. No ha dejado una obra, a excepción de sus cartas y dibujos dirigidos a Louis Aragon, Théodore Fraenkel y, sobre todo, André Breton durante la I Guerra Mundial, y de los que éste publicó una selección, con el título Cartas de guerra (1919), tras el suicidio de Vaché.
Rescaté para “eso” un oxímoron (seguro que lo vio) que estoy segura de que le encantará: “vidente ciego”. Pero está lleno, para que disfrute descubriéndolos.
Llámenme Extrañamiento: El recurso de la desfamiliarización (o cómo despertar a la bella durmiente de la percepción original, narcotizada por la costumbre y las convenciones) Docente: Ariel Dilon
Traducción del término ruso ostranenie –“extrañamiento” o “desfamiliarización”–, la palabra designa el procedimiento literario por el cual un autor vuelve deliberadamente extrañas aquellas experiencias o percepciones con las que sus lectores potenciales, los lectores de una época, han mantenido una familiaridad que podríamos tildar de “abusiva” –puesto que se ha forjado en la repetición, en la rutina, en un cómodo adormecimiento– y frente a cuya vivacidad, significación, resonancias, contradicciones o misterios tienden a hallarse anestesiados, relacionándose más con una serie de nociones “consabidas” que con “realidades” vívidas y desafiantes. El concepto proviene de la teoría de la literatura de los formalistas rusos de comienzos del siglo XX, en particular de los ensayos sobre literatura de Victor Shklovsky. El autor consideraba al arte en general y a la literatura en particular como un “despertador”, un potente aliado de nuestra subjetividad, destinado a devolvernos la frescura del mundo, secuestrada por la rutina y el hábito. Shklovsky acuñó el término para explicar los procedimientos de las literaturas de vanguardia –que se proponían, precisamente, despertar al arte mismo de la modorra de sus rutinas–, pero se ocupó de dejar en claro la universalidad de la “desfamiliarización”, ofreciendo como ejemplos textos “clásicos”, entre ellos una deliciosa escena de Tolstoi en la que –como en el Fausto criollo de Estanislao del Campo– alguien asiste a la ópera sin disponer de los códigos culturales apropiados, vale decir, de los preconceptos convencionales sobre esa experiencia. En este sentido, podría aplicarse el término a cada una de esas obras que, al correr del tiempo, seguimos considerando clásicas gracias a la vigencia de una mirada que escapa a toda convencionalidad, en otras palabras, gracias a su originalidad. Así, el escritor inglés David Lodge escoge un momento de Vilette, novela de Charlotte Brontë, para demostrar la elasticidad del concepto, pese a disponer de millares de ejemplos más actuales o “rupturistas”. La desfamiliarización o extrañamiento puede tomar infinitas formas singulares, y los ejemplos son tan diversos como la literatura misma. Consiste en hacer visible y nuevo aquello que se suele dar por sentado, aquello que el hábito había tornado invisible o había vaciado de sentido, y a menudo en denunciar y poner en evidencia esa ausencia de sentido, así como la modorra del arte mismo, cuando se convierte en cómplice de ese anestesiamiento. Escribe Lodge: “El escritor nos ha hecho ‘percibir’ algo que, en sentido conceptual, ya ‘sabemos’, y lo ha hecho desviándose de los modos convencionales, habituales, de representar la realidad. ‘Desfamiliarización’, en una palabra, es otra manera de decir ‘originalidad’”. Los ejemplos son incontables: desde Shakespeare hasta Flaubert, desde Rimbaud hasta Alfred Jarry, desde Lawrence Stern hasta Kurt Vonnegut, desde Lautréamont hasta Cortázar, desde Nabokov hasta Felisberto Hernández, desde Melville hasta Armonia Sommers, desde Clarice Lispector hasta Marcelo Cohen, desde Sor Juana hasta Fogwill, desde Oliverio Girondo hasta Mario Levrero, son tan variados como inspiradores.
Manes fue un sabio persa quien fundó el llamado maniqueísmo una religión dualista creían (o siguen creyendo no sólo los maniqueos) que había una eterna lucha entre dos principios opuestos e irreductibles, el Bien y el Mal…y precisamente el principio del bien se llama Ormuz y el principio del mal se llama Ariman."
10 siguientes
Tienda Kentucky's Western en Rebajas.Guru