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Literatura, Biografías, Relatos cortos, etc. 2

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«6061626364»
10/11/2013 13:23
Respecto a "El árbol" pienso que todas las mujeres llevan algo de Brígida, aunque ello esté dormido o aletargado. En  las heroínas de sus cuentos o novelas es recurrente la incomunicación.
Me imagino que revuelo causaría entre sus contemporáneos, la obra y la vida misma de esta mujer irreverente, audaz contraviniendo los convencionalismos de su tiempo. Me parece que yo todavía no nacía cuando publicó "La amortajada"
Conversando con compañeras de mi nieta adolescente, me he dado cuenta que tienen mucha información respecto a ella, incluso lo que escapa a lo literario.
10/11/2013 02:57
El súper y yo , nos hemos acostumbrado al cuento nocturno. Muy bueno el que te pasó tu amigo. Aquí estamos haciendo conjeturas acerca de lo que pasó.
Quiero que Portenia lea El árbol, pero hace tiempo que no la veo por acá.
10/11/2013 02:32
y fue mi primer cuento de María Luisa Bombal, vos me recomendaste El árbol, Nalca

Un buen amigo me pasó este cuento:

ALGO HABÍA SUCEDIDO


 Dino Buzzati


 El tren había recorrido sólo pocos kilómetros (y el camino era largo, nos detendríamos en la lejanísima estación de llegada, después de correr durante casi diez horas) cuando vi por la ventanilla, en un paso a nivel, a una muchacha. Fue una casualidad, podía haber mirado tantas otras cosas y en cambio mi mirada cayó sobre ella, que no era hermosa ni tenía nada de extraordinario. ¡Quién sabe por qué había reparado en ella! Era evidente que estaba apoyada en la barrera para disfrutar de la vista de nuestro tren, superdirecto, expreso al norte, símbolo —para aquella gente inculta— de vida fácil, aventureros, espléndidas valijas de cuero, celebridades, estrellas cinematográficas... Una vez al día este maravilloso espectáculo y absolutamente gratuito, por añadidura.


Pero cuando el tren pasó frente a la muchacha, en vez de mirar en nuestra dirección se dio vuelta para atender a un hombre que llegaba corriendo y le gritaba algo que nosotros, naturalmente, no pudimos oír, como si acudiera a prevenirla de un peligro. Solamente fue un instante: la escena voló, quedó atrás y yo me quedé preguntándome qué preocupación le había traído aquel hombre a la muchacha que había venido a contemplarnos. Y ya estaba por adormecerme, al rítmico bamboleo del tren, cuando quiso la casualidad —se trataba seguramente de una pura y simple casualidad— que reparara en un campesino parado sobre un murito, que llamaba y llamaba hacia el campo, haciéndose bocina con las manos. También esta vez fue un momento porque el expreso siguió su camino, aunque me dio tiempo de ver a seis o siete personas que corrían a través de las praderas, los cultivos, la hierba medicinal, pisoteándola sin miramientos. Debía ser algo importante. Venían de diferentes lugares —de una casa, de una fila de viñas, de una abertura en la maleza— pero todos corrían directamente al murito, acudiendo alarmados, al llamado del muchacho. Corrían, sí, ¡por Dios cómo corrían!, espantados por alguna inesperada noticia que los intrigaba terriblemente, quebrando la paz de sus vidas. Pero fue sólo un instante, lo repito apenas un relámpago; no tuvimos tiempo de observar nada más.


"¡Qué extraño!", pensé, "en pocos kilómetros ya dos casos de gente que recibe, de golpe, una noticia" (eso, al menos era lo que yo presumía). Ahora, vagamente sugestionado, escrutaba el campo, las carreteras, los paisajes, con presentimiento e inquietud. Seguramente estaba influido por el especial estado de ánimo, pero lo cierto es que cuanto más observaba a la gente, más me parecía encontrar en todos lados una inusitada animación. ¿Por qué aquel ir y venir en los patios, aquellas afanadas mujeres, aquellos carros...? En todos los lados era lo mismo. Aunque a esa velocidad era imposible distinguir bien, hubiera jurado que toda esa agitación respondía a una misma causa.


¿Se celebraría alguna procesión en la zona? ¿O los hombres se dispondrían a ir al mercado? El tren continuaba adelante y todo seguía igual, a juzgar por la confusión. Era evidente que todo se relacionaba: la muchacha del paso a nivel, el joven sobre el muro, el ir y venir de los campesinos: algo había sucedido y nosotros, en el tren, no sabíamos nada.


Miré a mis compañeros de viaje, algunos en el compartimiento, otros en el corredor. No se habían dado cuenta de nada. Parecían tranquilos y una señora de unos sesenta años, frente a mí, estaba a punto de dormirse. ¿O acaso sospechaban? Sí, sí, también ellos estaban inquietos y no se atrevían a hablar. Más de una vez los sorprendí echando rápidas miradas hacia fuera. Especialmente la señora somnolienta, sobre todo ella, miraba de reojo, entreabriendo apenas los párpados y después me examinaba cuidadosamente para ver si la había descubierto. Pero, ¿de qué teníamos miedo?


Nápoles. Aquí, habitualmente, el tren se detiene. Pero nuestro expreso, no, hoy no. Desfilaron cerca las viejas casas y en los patios oscuros se veían ventanas iluminadas. En aquellos cuartos —fue un instante— hombres y mujeres aparecían inclinados, haciendo paquetes y cerrando valijas. ¿O me engañaba y todo era producto de mi fantasía?


Se preparaban para marcharse. "¿Adónde?", me preguntaba.


Evidentemente no era una noticia feliz, pues había como una especie de alarma generalizada en la campaña como en la ciudad. Una amenaza, un peligro, el anuncio de un desastre. Después me decía: "Si fuera una desgracia se habría detenido el tren; y en cambio, el tren encontraba todo en orden, señales de vía libre, cambios perfectos, como para un viaje inaugural.


Un joven a mi lado, simulando que se desperezaba, se había puesto de pie. En realidad quería ver mejor y se inclinaba sobre mí para estar más cerca del vidrio. Afuera, el campo, el sol, los caminos blancos y sobre los caminos carros, camiones, grupos de gente a pie, largas caravanas, semejantes a las que marchan en dirección a la iglesia el día del santo patrón de la ciudad. Ya eran cientos, cada vez más gentío a medida que el tren se acercaba al norte. Y todos llevaban la misma dirección, descendían hacia el mediodía, huían del peligro mientras nosotros íbamos directamente a su encuentro; a velocidad enloquecida nos precipitábamos, corríamos hacia la guerra, la revolución, la peste, el fuego... ¿Qué más podía pasarnos? No lo sabríamos hasta dentro de cinco horas, en el momento de llegar y seguramente sería demasiado tarde.


Nadie decía nada. Ninguno quería ser el primero en ceder. Cada uno quizás dudara de sí mismo, como yo, y en la incertidumbre se preguntara si toda aquella alarma sería real o simplemente una idea loca, una alucinación, una de esas ocurrencias absurdas que suelen asaltarnos en el tren, cuando ya se está un poco cansado. La señora de enfrente lanzó un suspiro, aparentando que acababa de despertarse e igual que aquel que saliendo efectivamente del sueño levanta la mirada mecánicamente, así ella levantó las pupilas, fijándolas, casi por azar, en la manija de la señal de alarma. Y también todos nosotros miramos el aparato, con idéntico pensamiento. Nadie se atrevió a hablar o tuvo la audacia de romper el silencio o simplemente osó preguntar a los otros si habían advertido, afuera, algo alarmante.


Ahora las carreteras hormigueaban de vehículos y gente, todos en dirección al sur. Nos cruzábamos con trenes repletos de gente. Los que nos veían pasar, volando con tanta prisa hacia el norte, nos miraban desconcertados. Una multitud había invadido las estaciones. Algunos nos hacían señales, otros nos gritaban frases de las cuales se percibían solamente las voces, como ecos de la montaña.


La señora de enfrente empezó a mirarme. Con las manos enjoyadas estrujaba nerviosamente un pañuelo, mientras suplicaba con la mirada. Parecía decir: si alguien hablaba... si alguno de ustedes rompiera al fin este silencio y pronunciara la pregunta que todos estamos esperando como una gracia y ninguna se atreve a formular...


Otra ciudad. Como al entrar en la estación el tren disminuyó su velocidad, dos o tres se levantaron con la esperanza de que se detuviera. No lo hizo y siguió adelante como una estruendosa turbonada a lo largo de los andenes donde, en medio de un caótico montón de valijas, un gentío se enardecía, esperando, seguramente, un convoy que partiera.


Un muchacho intentó seguirnos con un paquete de diarios y agitaba uno que tenía un gran titular negro en la primera página. Entonces, con un gesto repentino, la señora que estaba frente a mí se asomó, logrando detener por un momento el periódico, pero el viento se lo arrancó impetuosamente. Entre los dedos le quedó un pedacito. Advertí que sus manos temblaban al desplegarlo. Era un papelito casi triangular. Del enorme título, sólo quedaban tres letras: ION, se leía. Nada más. Sobre el reverso aparecían indiferentes noticias periodísticas. Sin decir palabra, la señora levantó un poco el fragmento, a fin de que pudiéramos verlo. Todos lo habíamos visto, aunque ella aparentaba ignorarlo.


A medida que crecía el miedo, nos volvíamos más cautelosos. Corríamos como locos hacia una cosa que terminaba en ION y debía de tratarse de algo espeluznante; poblaciones enteras se daban a la fuga. Un hecho nuevo y poderoso había roto la vida del país, hombres y mujeres solamente pensaban en salvarse, abandonando casas, trabajos, negocios, todo, pero nuestro tren no, el maldito aparato, del cual ya nos sentíamos parte como un pasamano más, como un asiento, marchaba con la regularidad de un reloj, a la manera de un soldado honesto que se separa del grueso del ejército derrotado para llegar a su trinchera, donde ya la ha cercado el enemigo. Y por decencia, por un respeto humano miserable, ninguno de nosotros tenía el coraje de reaccionar. ¡Oh los trenes, cómo se parecen a la vida!


Faltaban dos horas. Dos horas más tarde, a la llegada, ya sabríamos la suerte que nos esperaba a todos. Dos horas. Una hora y media. Una hora. Ya descendía la oscuridad. Vimos a lo lejos las luces de nuestra anhelada ciudad y su inmóvil resplandor reverberante, un halo amarillo en el cielo, nos volvió a dar un poco de coraje.


La locomotora emitió un silbido, las ruedas resonaron sobre el laberinto de los cambios. La estación, la superficie —ahora oscura— del techo de vidrio, las lámparas, los carteles, todo estaba como de costumbre. Pero, ¡horror! Aún el tren se movía, cuando vi que la estación estaba desierta, los andenes vacíos y desnudos. Por más que busqué no pude encontrar una figura humana. El tren se detuvo, al fin. Corrimos por el andén hacia la salida, a la caza de alguno de nuestros semejantes. Me pareció entrever al fondo, en el ángulo derecho, casi en la penumbra, a un ferroviario con su gorro que desaparecía por una puerta, aterrorizado. ¿Qué habría pasado? ¿No encontraríamos un alma en la ciudad? De pronto, la voz de una mujer, altísima y violenta como un disparo, nos hizo estremecer. "¡Socorro! ¡Socorro!", gritaba y el grito repercutió bajo el techo de vidrio con la vacía sonoridad de los lugares abandonados para siempre.

10/11/2013 00:31
De mi escritora favorita, el mejor cuento que he leído en mi vida.
Por María Luisa Bombal 
 
A Nina Anguita, gran artista, mágica amiga que supo dar vida y 
realidad a mi árbol imaginado; dedico el cuento que, sin saber, 
escribí para ella mucho antes de conocerla. 
 
 
 El pianista se sienta, tose por prejuicio y se concentra un instante. 
Las luces en racimo que alumbran la sala declinan lentamente hasta 
detenerse en un resplandor mortecino de brasa, al tiempo que una 
frase musical comienza a subir en el silencio, a desenvolverse, clara, 
estrecha y juiciosamente caprichosa. 

"Mozart, tal vez" —piensa Brígida. Como de costumbre se ha

olvidado de pedir el programa. "Mozart, tal vez, o Scarlatti..." ¡Sabía tan

poca música! Y no era porque no tuviese oído ni afición. De niña fue

ella quien reclamó lecciones de piano; nadie necesitó imponérselas,

como a sus hermanas. Sus hermanas, sin embargo, tocaban ahora

correctamente y descifraban a primera vista, en tanto que ella... Ella

había abandonado los estudios al año de iniciarlos. La razón de su

inconsecuencia era tan sencilla como vergonzosa: jamás había

conseguido aprender la llave de Fa, jamás. "No comprendo, no me

alcanza la memoria más que para la llave de Sol". ¡La indignación de su

padre! "¡A cualquiera le doy esta carga de un infeliz viudo con varias

hijas que educar! ¡Pobre Carmen! Seguramente habría sufrido por

Brígida. Es retardada esta criatura".

 Brígida era la menor de seis niñas, todas diferentes de carácter.

Cuando el padre llegaba por fin a su sexta hija, lo hacía tan perplejo y

agotado por las cinco primeras que prefería simplificarse el día

declarándola retardada. "No voy a luchar más, es inútil. Déjenla. Si no

quiere estudiar, que no estudie. Si le gusta pasarse en la cocina, oyendo

cuentos de ánimas, allá ella. Si le gustan las muñecas a los dieciséis

años, que juegue". Y Brígida había conservado sus muñecas y

permanecido totalmente ignorante.

 ¡Qué agradable es ser ignorante! ¡No saber exactamente quién fue

Mozart; desconocer sus orígenes, sus influencias, las particularidades

de su técnica! Dejarse solamente llevar por él de la mano, como ahora.

 Y Mozart la lleva, en efecto. La lleva por un puente suspendido

sobre un agua cristalina que corre en un lecho de arena rosada. Ella

está vestida de blanco, con un quitasol de encaje, complicado y fino

como una telaraña, abierto sobre el hombro

Estás cada día más joven, Brígida. Ayer encontré a tu marido, a 

tu ex marido, quiero decir. Tiene todo el pelo blanco. 

 

 Pero ella no contesta, no se detiene, sigue cruzando el puente que 

Mozart le ha tendido hacia el jardín de sus años juveniles. 

 Altos surtidores en los que el agua canta. Sus dieciocho años, sus 

trenzas castañas que desatadas le llegaban hasta los tobillos, su tez 

dorada, sus ojos oscuros tan abiertos y como interrogantes. Una 

pequeña boca de labios carnosos, una sonrisa dulce y el cuerpo más 

liviano y gracioso del mundo. ¿En qué pensaba, sentada al borde de la 

fuente? En nada. "Es tan tonta como linda" decían. Pero a ella nunca le 

importó ser tonta ni "planchar"1

 en los bailes. Una a una iban pidiendo 

en matrimonio a sus hermanas. A ella no la pedía nadie. 

 ¡Mozart! Ahora le brinda una escalera de mármol azul por donde 

ella baja entre una doble fila de lirios de hielo. Y ahora le abre una verja 

de barrotes con puntas doradas para que ella pueda echarse al cuello de 

Luis, el amigo íntimo de su padre. Desde muy niña, cuando todos la 

abandonaban, corría hacia Luis. Él la alzaba y ella le rodeaba el cuello 

con los brazos, entre risas que eran como pequeños gorjeos y besos que 

le disparaba aturdidamente sobre los ojos, la frente y el pelo ya 

entonces canoso (¿es que nunca había sido joven?) como una lluvia 

desordenada. "Eres un collar —le decía Luis—. Eres como un collar de 

pájaros". 

 Por eso se había casado con él. Porque al lado de aquel hombre 

solemne y taciturno no se sentía culpable de ser tal cual era: tonta, 

juguetona y perezosa. Sí, ahora que han pasado tantos años comprende  

 

que no se había casado con Luis por amor; sin embargo, no atina a 

comprender por qué, por qué se marchó ella un día, de pronto... 

 Pero he aquí que Mozart la toma nerviosamente de la mano y, 

arrastrándola en un ritmo segundo a segundo más apremiante, la 

obliga a cruzar el jardín en sentido inverso, a retomar el puente en una 

carrera que es casi una huida. Y luego de haberla despojado del quitasol 

y de la falda transparente, le cierra la puerta de su pasado con un 

acorde dulce y firme a la vez, y la deja en una sala de conciertos, vestida 

de negro, aplaudiendo maquinalmente en tanto crece la llama de las 

luces artificiales. 

 De nuevo la penumbra y de nuevo el silencio precursor. 

 Y ahora Beethoven empieza a remover el oleaje tibio de sus notas 

bajo una luna de primavera. ¡Qué lejos se ha retirado el mar! Brígida se 

interna playa adentro hacia el mar contraído allá lejos, refulgente y 

manso, pero entonces el mar se levanta, crece tranquilo, viene a su 

encuentro, la envuelve, y con suaves olas la va empujando, empujando 

por la espalda hasta hacerle recostar la mejilla sobre el cuerpo de un 

hombre. Y se aleja, dejándola olvidada sobre el pecho de Luis. 

 

 —No tienes corazón, no tienes corazón —solía decirle a Luis. Latía 

tan adentro el corazón de su marido que no pudo oírlo sino rara vez y 

de modo inesperado—. Nunca estás conmigo cuando estás a mi lado —

protestaba en la alcoba, cuando antes de dormirse él abría ritualmente 

los periódicos de la tarde—. ¿Por qué te has casado conmigo? 

 —Porque tienes ojos de venadito asustado —contestaba él y la 

besaba. Y ella, súbitamente alegre, recibía orgullosa sobre su hombro el 

peso de su cabeza cana. ¡Oh, ese pelo plateado y brillante de Luis!  

 

 —Luis, nunca me has contado de qué color era exactamente tu pelo 

cuando eras chico, y nunca me has contado tampoco lo que dijo tu 

madre cuando te empezaron a salir canas a los quince años. ¿Qué dijo? 

¿Se rió? ¿Lloró? ¿Y tú estabas orgulloso o tenías vergüenza? Y en el 

colegio, tus compañeros, ¿qué decían? Cuéntame, Luis, cuéntame. . . 

 —Mañana te contaré. Tengo sueño, Brígida, estoy muy cansado. 

Apaga la luz. 

 

 Inconscientemente él se apartaba de ella para dormir, y ella 

inconscientemente, durante la noche entera, perseguía el hombro de su 

marido, buscaba su aliento, trataba de vivir bajo su aliento, como una 

planta encerrada y sedienta que alarga sus rama en busca de un clima propicio.

 

propicio. 

 Por las mañanas, cuando la mucama abría las persianas, Luis ya 

no estaba a su lado. Se había levantado sigiloso y sin darle los buenos 

días, por temor al collar de pájaros que se obstinaba en retenerlo 

fuertemente por los hombros. "Cinco minutos, cinco minutos nada 

más. Tu estudio no va a desaparecer porque te quedes cinco minutos 

más conmigo, Luis". 

 Sus despertares. ¡Ah, qué tristes sus despertares! Pero —era 

curioso— apenas pasaba a su cuarto de vestir, su tristeza se disipaba 

como por encanto. 

 Un oleaje bulle, bulle muy lejano, murmura como un mar de hojas. 

¿Es Beethoven? No. 

 Es el árbol pegado a la ventana del cuarto de vestir. Le bastaba 

entrar para que sintiese circular en ella una gran sensación 

bienhechora. ¡Qué calor hacía siempre en el dormitorio por las 

mañanas! ¡Y qué luz cruda! Aquí, en cambio, en el cuarto de vestir,  

 

hasta la vista descansaba, se refrescaba. Las cretonas desvaídas, el 

árbol que desenvolvía sombras como de agua agitada y fría por las 

paredes, los espejos que doblaban el follaje y se ahuecaban en un 

bosque infinito y verde. ¡Qué agradable era ese cuarto! Parecía un 

mundo sumido en un acuario. ¡Cómo parloteaba ese inmenso gomero! 

Todos los pájaros del barrio venían a refugiarse en él. Era el único árbol 

de aquella estrecha calle en pendiente que, desde un costado de la 

ciudad, se despeñaba directamente al río. 

 

 —Estoy ocupado. No puedo acompañarte... Tengo mucho que 

hacer, no alcanzo a llegar para el almuerzo... Hola, sí estoy en el club. 

Un compromiso. Come y acuéstate... No. No sé. Más vale que no me 

esperes, Brígida. 

 —¡Si tuviera amigas! —suspiraba ella. Pero todo el mundo se 

aburría con ella. ¡Si tratara de ser un poco menos tonta! ¿Pero cómo 

ganar de un tirón tanto terreno perdido? Para ser inteligente hay que 

empezar desde chica, ¿no es verdad? 

 

 A sus hermanas, sin embargo, los maridos las llevaban a todas 

partes, pero Luis —¿por qué no había de confesárselo a sí misma?— se 

avergonzaba de ella, de su ignorancia, de su timidez y hasta de sus 

dieciocho años. ¿No le había pedido acaso que dijera que tenía por lo 

menos veintiuno, como si su extrema juventud fuera en ellos una tara 

secreta? 

 Y de noche ¡qué cansado se acostaba siempre! Nunca la escuchaba 

del todo. Le sonreía, eso sí, le sonreía con una sonrisa que ella sabía 

maquinal. La colmaba de caricias de las que él estaba ausente. ¿Por qué  

 

se había casado con ella? Para continuar una costumbre, tal vez para 

estrechar la vieja relación de amistad con su padre. 

 Tal vez la vida consistía para los hombres en una serie de 

costumbres consentidas y continuas. Si alguna llegaba a quebrarse, 

probablemente se producía el desbarajuste, el fracaso. Y los hombres 

empezaban entonces a errar por las calles de la ciudad, a sentarse en 

los bancos de las plazas, cada día peor vestidos y con la barba más 

crecida. La vida de Luis, por lo tanto, consistía en llenar con una 

ocupación cada minuto del día. ¡Cómo no haberlo comprendido antes! 

Su padre tenía razón al declararla retardada. 

 

 —Me gustaría ver nevar alguna vez, Luis. 

 —Este verano te llevaré a Europa y como allá es invierno podrás 

ver nevar. 

 —Ya sé que es invierno en Europa cuando aquí es verano. ¡Tan 

ignorante no soy! 

 

 A veces, como para despertarlo al arrebato del verdadero amor, 

ella se echaba sobre su marido y lo cubría de besos, llorando, 

llamándolo: Luis, Luis, Luis... 

 

 —¿Qué? ¿Qué te pasa? ¿Qué quieres? 

 —Nada. 

 —¿Por qué me llamas de ese modo, entonces? 

 —Por nada, por llamarte. Me gusta llamarte. 

 

 Y él sonreía, acogiendo con benevolencia aquel nuevo juego.  

 

 Llegó el verano, su primer verano de casada. Nuevas ocupaciones 

impidieron a Luis ofrecerle el viaje prometido. 

 

 —Brígida, el calor va a ser tremendo este verano en Buenos Aires. 

¿Por qué no te vas a la estancia con tu padre? 

 —¿Sola? 

 —Yo iría a verte todas las semanas, de sábado a lunes. 

 

Ella se había sentado en la cama, dispuesta a insultar. Pero en vano 

buscó palabras hirientes que gritarle. No sabía nada, nada. Ni siquiera 

insultar. 

 

 —¿Qué te pasa? ¿En qué piensas, Brígida? 

 

 Por primera vez Luis había vuelto sobre sus pasos y se inclinaba 

sobre ella, inquieto, dejando pasar la hora de llegada a su despacho. 

 

 —Tengo sueño... —había replicado Brígida puerilmente, mientras 

escondía la cara en las almohadas. 

 

 Por primera vez él la había llamado desde el club a la hora del 

almuerzo. Pero ella había rehusado salir al teléfono, esgrimiendo 

rabiosamente el arma aquella que había encontrado sin pensarlo: el 

silencio. 

 Esa misma noche comía frente a su marido sin levantar la vista, 

contraídos todos sus nervios. 

 

 —¿Todavía está enojada, Brígida? 

Pero ella no quebró el silencio. 

 

 —Bien sabes que te quiero, collar de pájaros. Pero no puedo estar 

contigo a toda hora. Soy un hombre muy ocupado. Se llega a mi edad 

hecho un esclavo de mil compromisos. 

 . . . 

 —¿Quieres que salgamos esta noche?... 

 . . . 

 —¿No quieres? Paciencia. Dime, ¿llamó Roberto desde 

Montevideo? 

 . . . 

 —¡Qué lindo traje! ¿Es nuevo? 

 . . . 

 —¿Es nuevo, Brígida? Contesta, contéstame... 

 

 Pero ella tampoco esta vez quebró el silencio. 

 Y en seguida lo inesperado, lo asombroso, lo absurdo. Luis que se 

levanta de su asiento, tira violentamente la servilleta sobre la mesa y se 

va de la casa dando portazos. 

 Ella se había levantado a su vez, atónita, temblando de indignación 

por tanta injusticia. "Y yo, y yo —murmuraba desorientada—, yo que 

durante casi un año... cuando por primera vez me permito un 

reproche... ¡Ah, me voy, me voy esta misma noche! No volveré a pisar 

nunca más esta casa..." Y abría con furia los armarios de su cuarto de 

vestir, tiraba desatinadamente la ropa al suelo. 

 Fue entonces cuando alguien o algo golpeó en los cristales de la 

ventana.  

10 

 

 Había corrido, no supo cómo ni con qué insólita valentía, hacia la 

ventana. La había abierto. Era el árbol, el gomero que un gran soplo de 

viento agitaba, el que golpeaba con sus ramas los vidrios, el que la 

requería desde afuera como para que lo viera retorcerse hecho una 

impetuosa llamarada negra bajo el cielo encendido de aquella noche de 

verano. 

 Un pesado aguacero no tardaría en rebotar contra sus frías hojas. 

¡Qué delicia! Durante toda la noche, ella podría oír la lluvia azotar, 

escurrirse por las hojas del gomero como por los canales de mil goteras 

fantasiosas. Durante toda la noche oiría crujir y gemir el viejo tronco 

del gomero contándole de la intemperie, mientras ella se acurrucaría, 

voluntariamente friolenta, entre las sábanas del amplio lecho, muy 

cerca de Luis. 

 Puñados de perlas que llueven a chorros sobre un techo de plata. 

Chopin. Estudios de Federico Chopin. 

 ¿Durante cuántas semanas se despertó de pronto, muy temprano, 

apenas sentía que su marido, ahora también él obstinadamente callado, 

se había escurrido del lecho? 

 El cuarto de vestir: la ventana abierta de par en par, un olor a río y 

a pasto flotando en aquel cuarto bienhechor, y los espejos velados por 

un halo de neblina. 

 Chopin y la lluvia que resbala por las hojas del gomero con ruido 

de cascada secreta, y parece empapar hasta las rosas de las cretonas, se 

entremezclan en su agitada nostalgia. 

 ¿Qué hacer en verano cuando llueve tanto? ¿Quedarse el día 

entero en el cuarto fingiendo una convalecencia o una tristeza? Luis 

había entrado tímidamente una tarde. Se había sentado muy tieso. 

Hubo un silencio.  

11 

 

 

 —Brígida, ¿entonces es cierto? ¿Ya no me quieres? 

 

 Ella se había alegrado de golpe, estúpidamente. Puede que hubiera 

gritado: "No, no; te quiero, Luis, te quiero", si él le hubiera dado 

tiempo, si no hubiese agregado, casi de inmediato, con su calma 

habitual: 

 

 —En todo caso, no creo que nos convenga separarnos, Brígida. Hay 

que pensarlo mucho. 

 

 En ella los impulsos se abatieron tan bruscamente como se habían 

precipitado. ¡A qué exaltarse inútilmente! Luis la quería con ternura y 

medida; si alguna vez llegara a odiarla, la odiaría con justicia y 

prudencia. Y eso era la vida. Se acercó a la ventana, apoyó la frente 

contra el vidrio glacial, Allí estaba el gomero recibiendo serenamente la 

lluvia que lo golpeaba, tranquilo y regular. El cuarto se inmovilizaba en 

la penumbra, ordenado y silencioso. Todo parecía detenerse, eterno y 

muy noble. Eso era la vida. Y había cierta grandeza en aceptarla así, 

mediocre, como algo definitivo, irremediable. Mientras del fondo de las 

cosas parecía brotar y subir una melodía de palabras graves y lentas 

que ella se quedó escuchando: "Siempre". "Nunca"... 

 Y así pasan las horas, los días y los años. ¡Siempre! ¡Nunca! ¡La 

vida, la vida! 

 Al recobrarse cayó en cuenta que su marido se había escurrido del 

cuarto. 

 ¡Siempre! ¡Nunca!... Y la lluvia, secreta e igual, aún continuaba 

susurrando en Chopin.  

12 

 

 El verano deshojaba su ardiente calendario. Caían páginas 

luminosas y enceguecedoras como espadas de oro, y páginas de una 

humedad malsana como el aliento de los pantanos; caían páginas de 

furiosa y breve tormenta, y páginas de viento caluroso, del viento que 

trae el "clavel del aire" y lo cuelga del inmenso gomero. 

 Algunos niños solían jugar al escondite entre las enormes raíces 

convulsas que levantaban las baldosas de la acera, y el árbol se llenaba 

de risas y de cuchicheos. Entonces ella se asomaba a la ventana y 

golpeaba las manos; los niños se dispersaban asustados, sin reparar en 

su sonrisa de niña que a su vez desea participar en el juego. 

 Solitaria, permanecía largo rato acodada en la ventana mirando el 

oscilar del follaje —siempre corría alguna brisa en aquella calle que se 

despeñaba directamente hasta el río— y era como hundir la mirada en 

un agua movediza o en el fuego inquieto de una chimenea. Una podía 

pasarse así las horas muertas, vacía de todo pensamiento, atontada de 

bienestar. 

 Apenas el cuarto empezaba a llenarse del humo del crepúsculo ella 

encendía la primera lámpara, y la primera lámpara resplandecía en los 

espejos, se multiplicaba como una luciérnaga deseosa de precipitar la 

noche. 

 Y noche a noche dormitaba junto a su marido, sufriendo por 

rachas. Pero cuando su dolor se condensaba hasta herirla como un 

puntazo, cuando la asediaba un deseo demasiado imperioso de 

despertar a Luis para pegarle o acariciarlo, se escurría de puntillas 

hacia el cuarto de vestir y abría la ventana. El cuarto se llenaba 

instantáneamente de discretos ruidos y discretas presencias, de pisadas 

misteriosas, de aleteos, de sutiles chasquidos vegetales, del dulce  

13 

 

gemido de un grillo escondido bajo la corteza del gomero sumido en las 

estrellas de una calurosa noche estival. 

 Su fiebre decaía a medida que sus pies desnudos se iban helando 

poco a poco sobre la estera. No sabía por qué le era tan fácil sufrir en 

aquel cuarto. 

 Melancolía de Chopin engranando un estudio tras otro, 

engranando una melancolía tras otra, imperturbable. 

 Y vino el otoño. Las hojas secas revoloteaban un instante antes de 

rodar sobre el césped del estrecho jardín, sobre la acera de la calle en 

pendiente. Las hojas se desprendían y caían... La cima del gomero 

permanecía verde, pero por debajo el árbol enrojecía, se ensombrecía 

como el forro gastado de una suntuosa capa de baile. Y el cuarto 

parecía ahora sumido en una copa de oro triste. 

 Echada sobre el diván, ella esperaba pacientemente la hora de la 

cena, la llegada improbable de Luis. Había vuelto a hablarle, había 

vuelto a ser su mujer, sin entusiasmo y sin ira. Ya no lo quería. Pero ya 

no sufría. Por el contrario, se había apoderado de ella una inesperada 

sensación de plenitud, de placidez. Ya nadie ni nada podría herirla. 

Puede que la verdadera felicidad esté en la convicción de que se ha 

perdido irremediablemente la felicidad. Entonces empezamos a 

movernos por la vida sin esperanzas ni miedos, capaces de gozar por 

fin todos los pequeños goces, que son los más perdurables. 

 Un estruendo feroz, luego una llamarada blanca que la echa hacia 

atrás toda temblorosa. 

 ¿Es el entreacto? No. Es el gomero, ella lo sabe. 

 Lo habían abatido de un solo hachazo. Ella no pudo oír los trabajos 

que empezaron muy de mañana.  

14 

 

 "Las raíces levantaban las baldosas de la acera y entonces, 

naturalmente, la comisión de vecinos..." 

 Encandilada se ha llevado las manos a los ojos. Cuando recobra la 

vista se incorpora y mira a su alrededor. ¿Qué mira? 

 ¿La sala de concierto bruscamente iluminada, la gente que se 

dispersa? 

 No. Ha quedado aprisionada en las redes de su pasado, no puede 

salir del cuarto de vestir. De su cuarto de vestir invadido por una luz 

blanca aterradora. Era como si hubieran arrancado el techo de cuajo; 

una luz cruda entraba por todos lados, se le metía por los poros, la 

quemaba de frío. Y todo lo veía a la luz de esa fría luz: Luis, su cara 

arrugada, sus manos que surcan gruesas venas desteñidas, y las 

cretonas de colores chillones. 

 Despavorida ha corrido hacia la ventana. La ventana abre ahora 

directamente sobre una calle estrecha, tan estrecha que su cuarto se 

estrella, casi contra la fachada de un rascacielos deslumbrante. En la 

planta baja, vidrieras y más vidrieras llenas de frascos. En la esquina de 

la calle, una hilera de automóviles alineados frente a una estación de 

servicio pintada de rojo. Algunos muchachos, en mangas de camisa, 

patean una pelota en medio de la calzada. 

 Y toda aquella fealdad había entrado en sus espejos. Dentro de sus 

espejos había ahora balcones de níquel y trapos colgados y jaulas con 

canarios. 

 Le habían quitado su intimidad, su secreto; se encontraba desnuda 

en medio de la calle, desnuda junto a un marido viejo que le volvía la 

espalda para dormir, que no le había dado hijos. No comprende cómo 

hasta entonces no había deseado tener hijos, cómo había llegado a 

conformarse a la idea de que iba a vivir sin hijos toda su vida. No  

15 

 

comprende cómo pudo soportar durante un año esa risa de Luis, esa 

risa demasiado jovial, esa risa postiza de hombre que se ha adiestrado 

en la risa porque es necesario reír en determinadas ocasiones. 

 ¡Mentira! Eran mentiras su resignación y su serenidad; quería 

amor, sí, amor, y viajes y locuras, y amor, amor. . . 

 

 —Pero, Brígida, ¿por qué te vas?, ¿por qué te quedabas? —había 

preguntado Luis. 

 

 Ahora habría sabido contestarle: 

 

 —¡El árbol, Luis, el árbol! Han derribado el gomero. 

09/11/2013 13:57
Pablo Neruda, si no murió asesinado, lo fusiló la tristeza, como dijo algún compañero suyo. Sucesos terribles afectaban a sus seres más queridos y a su partido. Sus casas fueron allanadas, se veían imágenes terribles de ese tiempo. Yo pienso que apresuraron su muerte. deliberadamente.
Pablo escribió también de cosas muy sencillas "Odas elementales" precisamente ahora andaba buscando la "Oda al caldillo  de congrio", cuando hago caldillo en casa , me dicen "¡Ah la receta de Neruda"
09/11/2013 10:36
Muy buen relato, Nalca.

Estuve viendo noticias, que Pablo Neruda no fue envenenado por el regimen
militar de Chile.

Pero otras fuentes estableces que luego del derrocamiento de Salvador Allende, le hicieron un vacío y dejaron de darle muchos tratamientos terapéuticos.

Creo que Pablo Neruda me convoca a unos versos de un poema (20)

"Puedo escribir los versos más tristes esta noche"
" la noche está estrellada y tú no estas conmigo"

"Es tan corto el amor
 y es tan largo el olvido"

Lo voy a copiar completo



   20

PUEDO escribir los versos más tristes esta noche.

Escribir, por ejemplo: "La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos".

El viento de la noche gira en el cielo y canta.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.

En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.

Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.

Oir la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.

Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche está estrellada y ella no está conmigo.

Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.

Como para acercarla mi mirada la busca.
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.

La misma noche que hace blanquear los mismos
           árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.

De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.

Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.

Porque en noches como ésta la tuve entre mis
          brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.

Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.

08/11/2013 02:04
Gracias Nalca, bello y terrible.
08/11/2013 01:50

 

Este viejo calor que tengo guardado

 

Guido Eytel

 

 

Esa noche andaba como siempre sí, por la calle larga junto al parque, por las callecitas que se vuelven a encontrar con la misma calle larga. Por ahí andaba como siempre yo, porque dijo Aymidiós que en una de éstas voy a encontrar el tesoro, la luz, un anillo precioso que va a brillarme entre los dedos. Dijo Aymidiós, y por eso ando las calles abriendo tarros bolsas y en una noche seguro tengo que encontrarlo.

Esa es la noche distinta de este viejo. Las luminarias luces platean estas calles solas casi siempre, puras neblinas en invierno y sombras por donde camino y me agacho y reviso las bolsas tan renegras. Todos se van, todos se van: las mariposas rojifucsias, verde la falda breve, brevísima, de las esquinas también se van, los guardianes con los dientes afilados miran y se van. Y yo soy una sombra en la muralla, otra sombra del árbol soy en la vereda y no han nacido los ojos que puedan verme, distinguirme. Una puerta soy, una columna. Ni los ojos más ojos pueden verme, distinguirme. Una puerta soy, una columna. Ni los ojos más ojos que ha habido jamás pudieron verme, pero a todos yo los vi, a todos.

Digo esta noche y todas las noches y siempre será éste mi paisaje, pienso. Sobre todo la noche aquí, de los callejones solos solitarios, yo pobre rey también solo solitario, buscando los tesoros papeles, tesoros cartones, tesoro pollo esqueleto para el caldo y una fruta media, casi comida, y unas fotografías que guardo para que sea ésta mi madre, éste mi padre, todos mis hermanos aquí, nunca tuve novia y nunca tuve anillo que dijo Aymidiós ya va a aparecer, brillando como estrella entre mis dedos.

Esta es la dulce patria que yo tengo: al norte no te metas, al sur no cruces nunca, al este no pases, al oeste la muerte te está esperando, dijo Aymidiós. Pero busca la mina de oro, la pepita no más, el anillo y cumplo. Ése era yo anoche, tratando de adivinar en qué bolsa estaba el tesoro. Todas yo no alcanzo a revisar y cuál sería mi desgracia si justo no abro la que traía el anillo para ver el cielo, un pedazo, una estrella, mil luces brillando entre mis dedos negros.

Ése era yo tarde anoche, con poca fortuna en el saco: pan de siempre añejo y un trapo rojo azul. Almohada, pañuelo, sombrero. Ya nadie había, ya la calle no más. Y yo. Y un par de perros.

Ya ni un ruido. Todos, casi todos dormían cuando el auto se arrimó a la vereda y yo más sombra me volví, casi una estatua junto al árbol. Los vi que abrieron la puerta y dejaron caer un bulto junto a la cuneta. Tan suave partió el auto como llegó, sin un ruido, y fui de a poco acercándome. De todo bota la gente, pensé. Muñecas he visto, pero ninguna tan grande. De lejos una muñeca rubia con la falda subida sobre las piernas, un brazo desamparado, la mano palma arriba mirando el cielo oscuro, la cabecita afirmada en la solera. Ya al lado la mancha roja sangre en la blusa me dijo no es muñeca, pero tan linda, mucho más que las otras desterradas, mucho más linda que las otras que revolotean en las esquinas.

Dije voy a llorarla primero de saludo y lágrimas lloré. Junté las manos y oré. Plegarias necesitaban sus pestañas, sus párpados azules, su piel, su rosa roja. Después pensé por qué la botaron, si lo único la mancha, por qué la botaron, cierto. Y me rebelé entonces yo, que tan triste solitario soy y no tengo a quien cuidar. Será éste al final el tesoro que estaba esperando y que Aymidiós me manda. Será, dije yo, ella la brillante, la que todo lo ilumine y toqué su pelo rubio apenas y cierto que brilló entre mis dedos como río chiquitito de oro. Será, dije yo.

Nadie andaba por la calle larga. La tomé suavidulce, eché su brazo largo, su blanco brazo, por arriba de mi hombro y la cabeza también, colgando la melena rubia. Echéla toda al hombro y rápido crucé. Ninguna luz que me atrapara: rápido hasta el parque, rápido, escondido entre las matas y las flores, rápido, rápido pero cuidado, no vaya a lastimarse. Miro, corro, miro. No esta el guardiazul ni las parejas están sobre el rocío. Nadie, a esta hora nadie. Puedo dejarla escondida entre las flores blancas, sobre el pasto húmedo apenas, casi nada mojado. Puedo ir y mirar por la otra calle larga. La noche no termina y una luz roja, allá a lo lejos, vive y muere. Nadie más. Aquí está el río y nuestra casa. Vuelvo.

Otra vez eché su largo brazo blanco, su amarillo pelo sobre mi hombro. Tierna cayó la cabeza, mis manos tomadas de sus piernas, y ella parecía comprender, aunque no conocía el camino. Miré otra vez la calle larga y ni una luz, sólo a lo lejos lejos. Crucé corriendo y la afirmé sobre la baranda. Yo conozco, yo sé. Cada piedra puedo pisar de noche y nadie más. Hoy será más difícil con ella otra vez sobre mi hombro. Pisé firme la piedra y bajé. Ella se dejaba llevar y no tenía miedo porque yo estaba con ella y la cuidaba.

Difícil fue. Una sola vez se golpeó contra las piedras. Rozó el brazo y la cabeza. Firme la tomé. No se fuera a ir como la que ví una vez pasar por el río, vestido azul, despidiéndose con la mano, subiendo y bajando la cabeza, qué rápido pasó. Y la miraban desde el puente y nadie le respondió, pero eso a tí no te va a pasar.

Difícil fue. Todo pensando no más en las piedras que piso y sujetándola firma. Falta poco aguanta, le pedí, y Aymidiós de las piedras y el agua también nos ayudó seguro porque pude pisar al fin el fondo, la tierra piedras junto al río donde tengo mi casa que será la tuya.

Hasta ahí la llevé. La anidé en el mejor lugar y bajo la cabeza le puse el trapo rojo azul. Le ordené el pelo, la peiné, le saqué la blusa blanca y fui a lavarla mientras ella, mi amor, ella dormía. De rodillas metí la blusa al agua. La costra era casi negra ya. Algo se deshizo y se fue con el río. Vi las aguas hacerse un poco rojas, la camisa blanca rosada se volvió y supe que la noche estaba por irse porque se estaba poniendo la capa claror de la mañana.

Volví. Aymidiós, mi padre, qué linda era viéndola mejor. Apenas un rasguño donde la piedra y tan tranquila parecía: los hombros redondos suaves y los dos montoncitos sin nada y casi al medio, justo abajo, una fea roja boca negra que quise limpiar pero no pude. Le puse la blusa y fría la sentí. Saqué mi abrigo y la abrigué. Sigue durmiendo, le dije, sigue durmiendo y busqué palitos, leña busqué por las orillas y le encendí el fuego para cuando más tarde. Coloqué el tarro con el agua y dormí también y parece que soñé. Vivía conmigo y se quedaba, reina de los cartones de mi casa, sacaba el agua del río y lavaba las piedras. Casi al terminar la noche me esperaba. La mano suya cariños me hacía en la espalda y yo de regalo le traía un anillo y gotitas de oro brillaban en su dedo.

Así me desperté, con el sol pegándome en los ojos. Miré hacia arriba y los autos vi pasar por el puente, vi la gente apurada pasar y una mujer mirando por qué tan triste hacia la otra orilla.

La mía fui a ver y dormía casi blanca, casi azul. Hice lo del sueño: la boca puse en su pelo, lo más suave que he vivido, y en su cara también puse la boca y la pobre estaba fría. El sol ya se asomaba, quería calentar, y esto hice: con cuidado le saqué la ropa, le recorrí los caminos azules con el dedo y dije yo mejor la arrastro para que nadie nos vea, y la puse a pleno sol entre unas piedras grandes. Me quedé mirándola y rezándole. Después al lado suyo me acosté, sin taparle para nada el sol, y le dije, le susurré, mira, toma mi viejo calor que tengo guardado, y quise que ella lo sintiera, adentro suyo metí mi calor pero nada, ella tan así de fría como las piedras de la noche y fui resbalando, llorándola y llorándome, resbalé cansado y cara al sol me quedé, con su blanca mano en mi hombro. Así parece que volví a dormirme.

Desperté no más al rato. Un ruido sé que fue. Afirmé el codo en la piedra y un grito sentí en el puente y miré. Un hombre era el del grito y me señalaba con su dedo. Fueron entonces gritos y más gritos y la gente que corría, se apretaba contra él y nos miraba. Quise taparla otra vez con mi abrigo cuando los ladridos sentí. Los guardias vi que venían corriendo y ni siquiera alcancé a pararme cuando uno me dio con un palo en el brazo y otro un palo en la cabeza. Pobre mi espalda, pobre mi espinazo, pero no lloré de dolor, mi reina, lloré de pena cuando te taparon con plástico verde y como un saco te agarraron te subieron hasta la calle larga y la gente que corría quería pegarme y matarme, pero los guardias me subieron al patrulla y me llevaron al calabozo y me pegaron y me gritaron todo el día dónde está el cuchillo dónde está, y yo nada, no sabía, y me siguieron pegando y gritando hasta que por fin apareció, rojo de sangre, el mismo cuchillo de mi pobre casa, la mala suerte mía. Eso fue lo que me dijeron.

07/11/2013 23:39
Te hacías el indiferente, porque eres el gran simulador. Yo en cambio cuando recito hago dormir a todo el auditorio.

Pseac dedicó un poema
a los sufridos pampinos
es un doloroso tema
hablar de su triste sino
Recitando en Alto Hospicio
o en la pampa salitrera
resaltando el  sacrificio
de la sufrida clase obrera.
07/11/2013 22:55
Cuando estuveen Iquique tierra de campeones,en Alto Hospicio,
alli lei una de las novelas de H.Rivera L.Santa Maria de las flores negras,
como estuve presente al año 2007 cuando se cumplian cien años de la
matanza ,hubieron muchos homenajes,incluso hize dos poesias de
esos acontecimiento uno de ellas
la recite en la biblioteca de Alto Hospicio como tambien en la bibloteca
de Iquique,la ovacion que me lleve en ambas lugares
me dejo indiferente.
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