El siguiente es el final del cuento "Adiós, hermano mío" de John Cheever.
Se hallaba en la puerta, con aire de estar medio muerto. Se había quitado la venda ensangrentada y la llevaba en la mano.
—Lo ha hecho mi hermano —dijo—. Ha sido mi hermano. Me golpeó con una piedra, o algo parecido, en la playa. —La autocompasión hizo que se le quebrara la voz. Pensé que iba a echarse a llorar. Nadie dijo nada—. ¿Dónde está Ruth? — exclamó—. ¿Dónde está Ruth? ¿Dónde demonios está Ruth? Quiero que empiece a hacer las maletas. No necesito perder más tiempo aquí. Tengo cosas importantes que hacer. Tengo cosas muy importantes que hacer. —Y echó a andar escaleras arriba.
Salieron hacia el continente por la mañana, en el barco de las seis y media. Mi madre se levantó para decirle adiós, pero fue la única, y es una escena cruel y fácil de imaginar al mismo tiempo: la encarnación del matriarcado y el traidor, mirándose el uno al otro con una consternación que podría parecer como la fuerza del amor vuelta del revés. Oí las voces de los niños y el coche alejándose por la avenida de grava; me levanté y me acerqué a la ventana, y ¡qué mañana tan maravillosa! ¡Cielo santo, qué mañana! Soplaba viento del norte. El aire era muy limpio. Con el primer calor del día, las rosas del jardín olían como mermelada de fresas. Mientras me vestía, oí la sirena del barco, primero la señal de aviso y luego el doble pitido, y me imaginé a la buena gente en la cubierta de arriba, bebiendo café en frágiles vasos de plástico, y Lawrence en la proa, diciéndole al mar: «Thalassa, thalassa», mientras sus tímidos y desgraciados hijos contemplaban la creación desde el círculo de los brazos de su madre. Las boyas doblarían tristemente por Lawrence, y aunque el esplendor de la luz hiciera muy difícil no abrir los brazos y lanzar exclamaciones de gozo, sus ojos permanecerían fijos en la negrura del mar que iba quedando atrás; pensaría en su fondo, oscuro y extraño, donde yace nuestro padre, bajo diez metros de agua. ¡Ah! ¿Qué se puede hacer con un hombre así? ¿Qué se puede hacer? ¿Cómo convencer a su ojo para que no descubra entre la multitud la mejilla con acné, la mano enferma? ¿Cómo se le puede enseñar a responder ante la inestimable grandeza de la raza humana, ante la áspera belleza de la piel de la vida? ¿Cómo obligarlo a poner el dedo en las testarudas verdades ante las que el miedo y el horror resultan impotentes?
Aquella mañana, el mar estaba tornasolado y oscuro. Mi mujer y mi hermana nadaban —Diana y Helen—, y vi sus cabezas descubiertas, ébano y oro en el agua oscura. Las vi dirigirse hacia la orilla, y vi que se hallaban desnudas, sin rubor alguno, hermosas, y llenas de gracia, y me quedé mirando a las mujeres desnudas, saliendo del mar.
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