Algunos hechos no toman caminos propios de la nada. Somos nosotros quienes los creamos y conducimos. Claro que no siempre es así. Se da el caso que en algunas ocasiones hay una especie de fuerza, como una mano invisible, que los maneja y no hay nada ni nadie que los pueda hacer retomar el rumbo que antes, el simple mortal, les había fijado.
Uno hace planes para pequeñas y grandes cosas, pero esa mano desconocida tercia infatigable por desviar el destino de nuestros deseos (algunas veces para bien, otras para mal, o porque, simplemente, los hechos deben desenvolverse de otra manera, de una manera diferente que no está en nosotros detenerla o cambiarla, ni siquiera interferir en su desarrollo). A veces, sólo se trata de simples bagatelas y carece de importancia que este sino nos gane. Pero existen ocasiones en que nos jugamos temas relevantes, importantes acontecimientos que podrían marcarnos para toda la vida, como los estudios, el trabajo, una pareja, una inversión... un funeral, etc., y ahí nos complicamos.
Un funeral es cosa seria en la mayoría de las sociedades, y el funeral de un familiar, lo es más aún. Es por esa razón que todos esperamos que los oficios resulten perfectos, en lo posible sin inconvenientes. Pero lamentablemente no siempre es así. Es, esa mano invisible...
Un ejemplo:
Con su mejor tenida, ella esperaba en el centro de la iglesia. Maquillada como nunca había soportado los días de rigor (bastante calurosos algunos) dentro de su caja color café brillante de pino oregón. Ahora se encontraba rodeada de sus familiares, sus amigos y... sus flores. Todos la lloraban, menos las flores por cierto, que ordenadas y en gran cantidad, rodeaban su reluciente morada.
Los días previos, todas las gestiones habían resultado bien; los contratos con la funeraria y el cementerio, la comunicación con familiares alejados, las publicaciones respectivas en la prensa y el convenio para los oficios religiosos.
El problema más grave que debió afrontar la familia de la fallecida, fue el oficio religioso.
Resultó que el día en que debían realizarse se celebraba Semana Santa, y en Semana Santa escasean los curas, quienes están dedicados a menesteres propios de su religión. Pero como la ley es la ley y la religión es la religión había que hacerse de un cura, a como diera lugar, para los responsos.
Hubo que soportar dos horas de espera. La gente se aburría y miraba para todos lados. Algunos se preguntaban qué pasaba y por qué no empezaba la misa. El coro de la iglesia hacía lo imposible con sus cantos, cuyo repertorio ya habían agotado y era notorio que lo repetían. Poco a poco la gente comenzó desalojar la iglesia y a reunirse afuera de ella. Sólo los parientes de la difunta con caras compungidas no se movieron del recinto. En su exterior, todos comentaban y teorizaban del asunto entre risas y bromas, las que por cierto ingresaban nítidas al recinto haciendo más penoso el momento que vivían los acongojados deudos.
De pronto se ve un hombre alto, de avanzada edad, entrar apresurado a la iglesia. Portaba un gran bolso plástico y era ayudado por algunas personas. ¡Era el esperado cura! Parecía que todo volvía a la normalidad. La gente reingresó a la iglesia y comenzó a tomar asiento, esta vez en silencio y guardando respetuosa forma.
Ayudado por su monaguillo el cura logró vestirse con sus atuendos religiosos (los que llevaba en el bolso plástico), en una sala aledaña a la nave principal de la iglesia y pasados otros quince minutos, por fin, daba inicio al oficio.
Parecía que todo volvía a la normalidad, pero...
La misa fue un chasco. El cura parecía divertirse con la ceremonia. Hacía levantar y sentarse a la gente a su regalado gusto y con un arbitrio inaudito; se le olvidaban las lecturas y las retomaba donde a él se le ocurría; repetía como si nada los sermones, amenes y las citas bíblicas. En algunas ocasiones caía en un silencio sepulcral, obligando a su ayudante a que le instara a reiniciar el oficio, ya sea con una advertencia a uno de sus oídos o con un simulado codazo en las costillas; y como si se impregnara de nuevas energías el curita, sin que le entraran balas, reía y contento continuaba celebrando la ceremonia. Lo hacía con una voz impostada, propia de curas. Luego tiraba agua bendita a diestra y siniestra, sobre el ataúd, los deudos y el público; a la hora de la hostia dio como una orden a fin que nadie dejara de recibirla, "para el perdón de vuestros pecados", sentenciaba jubiloso; casi obligó a todos a entregar la propina en el momento que se pasaba la bandeja, porque de lo contrario, no continuaría con el oficio, parecía decir con una mirada, entre ida y severa.
Por fin, luego de más de una hora y media, el show del cura terminó. La iglesia estaba casi vacía en ese momento. La gente, que se había congregado fuera, no entendía nada y todos coincidían que el curita estaba chalado.
Y no era lejana a la realidad esa apreciación porque, para salvar la situación, los encargados de la iglesia no tuvieron mejor idea que recurrir nada menos que a un cura retirado que se encontraba internado en un asilo de ancianos, con problemas de alzheimer.
Díganme si no fue el destino quien manejó esta situación.