Estaba en París. Era de noche e iba a visitar a unos amigos. Empecé a subir por una escalera angosta toda lúgubre y oscura. Iba tanteando la pared para no caerme, cuando de repente sentí en mi tacto piel humana.
-¡Ay, un negro! -grité muerta de susto, al darme cuenta que le había puesto la mano en la cara y que casi le saco un ojo, pues el pobre hombre estaba intentado dejarme pasar pegado a la pared.Nada más se vieron unos dientes blancos en forma de sonrisa que me siguió en mi ascenso, pero lo peor fue que esa sonrisa también estaba invitada en casa de mis amigos. ¡Qué vergüenza!
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