Estaba en mi trabajo, en el nuevo trabajo que desempeño desde hace unos meses en un depósito de contenedores ubicado lejos de donde vivo, muy lejos, casi en el campo, en una ciudad empresarial de mi puerto, pero lejos del puerto, en los cerros junto a los árboles y mis amigos pájaros. Tarjaba patentes de camiones y los números identificadores de esos enormes tragadores de mercaderías; eso al menos me parecen a mí, bestias cuando engullen o tragan las cargas "palletizadas". Ellos abren sus fauces y las horquillas se encargan de alimentarlos hasta la saciedad. Una vez hartados, sus enormes bocas se cierran, se sellan y estas bestias luego se atrincan cuando son embarcadas en los inmensos buques mercantes. Ya en sus destinos, nuevamente otras horquillas con otros trabajadores, se encargan de producir la evacuación de lo devorado, en una especie de vómito bulímico.
Pero hablar de esto no es mi tema de hoy. Lo importante para esta bagatela es que estaba en mi trabajo, porque fue ahí cuando vi aquél bolso de plástico, con su apertura malamente amarrada con un cordel que por estar quemado por el sol se deshizo en mis manos cuando lo cogí para escudriñar en su interior. Soy cachurero (mal de Diógenes, al parecer), lo reconozco con resignación e hidalguía.
Fue el color rojo lo que me llamó la atención, y un destello que relampagueaba inquieto en mis ojos. Su brillo era como un urgente llamado, como un grito desesperado de auxilio dirigido a mí. Y yo me sentí el indicado para responder a ese llamado. Miré a mi alrededor, extrañamente me encontraba solo. Siempre en mi trabajo hay mucha gente; conductores, técnicos, peonetas, mecánicos, guardias, empleados y diferentes obreros. Pero ese día, se dieron las circunstancias para que yo me encontrara solo frente a ese bolso y ese destello rojo que me enviaba un mensaje.
Apresuré mi curiosidad y me dirigí al luminoso objeto. Tuve que escarbar un poco: cáscaras de huevos, de frutas, papeles, tarros vacíos que alguna vez su interior satisfizo el apetito de una familia, diversos envases de leche y otros productos. Algunos alambres, pedazos de maderas y géneros que alguna vez fueron útiles muebles o abrigadoras prendas de vestir. En fin, un montón de otras cosas, entre las cuales se encontraba el cuaderno, de tapa roja y dura, forrado con un hermoso plástico, que discutía con el sol esa mañana, por eso los destellos violentos que alcanzaron mis ojos y llamaron mi curiosidad.
Era un cuaderno nuevo, cuadriculado y en su portada se leía a grandes letras la palabra "Dictado" y más abajo una calcomanía de un simpático dinosaurio. Y un nombre Benjamín... y un curso o grado, "1° básico". Abrí el cuaderno. Mañana les cuento lo que hallé.
El centro pincelhado azul de las miradas
Pues que en el trabajo organizaron una fiesta en Cuernavaca, la ciudad de la eterna primavera, para premiar noséqué y como yo era una de los premiados, de paso me iban a festejar mi cumple los compañeros que sabían que cumplía añotes. Una celebración formal, decía la invitación. Código de vestimenta: cóctel.
Tenía una falda azul tinta, de tul, que no había estrenado, así que me dediqué afanosamente a buscarle una blusa que hiciera juego. Finalmente lo único que encontré fue una como camiseta azulmarprofundo con chaquiras bordadas, sin mangas.
Ya faltando poco para irnos a la fiesta, para arreglarme, me puse unos pants y la blusa elegante para no despeinarme o mancharla de maquillaje. Alfredo veía el reloj, tenso como siempre, y yo me apuraba. Me empiezo a hacer una cola de caballo y al levantar los brazos veo... ¡oh!...
¡ESTOY TODA PINTADA DE AZUL!!!!
¡Los sobacos, los brazos, el escote y parte de la espalda, que ahí parecía mugre!
Le pido a Alfredo que se salga del cuarto, me quito todo y me enjabono, me sale espuma azul y me da un ataque de risa.
Entre más enjabonadas, más espuma azul, pero ¡NO SALÍA LO AZULPROFUNDO!!! Entonces me tallo frenéticamente primero con la toalla y luego con un zacate y quedo roja, roja pero azul, con manchones morados, y ahora ya era como alarmante, como si estuviera enferma de algo muy grave... En la vida real soy normal, no me va ir a una fiesta roja y azul, por más pincelhada que sea.
Y no tenía nada más qué ponerme.
Me volví a poner la blusa entre carcajadas y bajé… Alfredo y todos los demás me miraron muy circunspectos... Todos sabíamos, aunque yo lo tenía muy reprimido, que cada vez iba al ser más azul además de roja. Morada en el mejor de los casos.
Hice bromas y no quise abrazar a nadie para no levantar los brazos (los sobacos eran lo más inquietante pues había puntitos en tono más oscuro), pero los demás cooperaron a crear conciencia de la gravedad del asunto con diferentes variedades de cara de funeral o escándalo.
La entrega de premios fue un suplicio. Yo notaba con espanto cómo iban llamando a los premiados por orden alfabético... la M, la O... ¡oh no! Mi turno. Recibí el premio, que era una cosa enmarcada que pesaba horrores, con los codos pegados al cuerpo, como tullida, ni hablar de darle un abrazo a quien me lo otorgaba. Le di un beso al aire y salí corriendo.Ya para la fiesta traía el chal agarrado como si fuera mi única pertenencia en el desierto o me quisiera envolver en él como el Niño Héroe de la bandera. Las miradas de lástima y preocupación fueron lo que más dejó heridas en mi autoestima...
Al final terminé con un abrigo que me prestaron, muy parecida a Sissi Emperatriz venida a menos, pues el tul sirvió de crinolina.
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