“Ir a buscar la oveja que se extravió”
Adán después del pecado sintió vergüenza, se ve desnudo, siente el peso de lo que ha hecho; y sin embargo Dios no lo abandona: si en ese momento, con el pecado, inicia nuestro exilio de Dios, hay ya una promesa de vuelta, la posibilidad de volver a Él. Dios pregunta enseguida: «Adán, ¿dónde estás?» lo busca. Jesús quedó desnudo por nosotros, cargó con la vergüenza de Adán, con la desnudez de su pecado para lavar nuestro pecado: sus llagas nos han curado. Acordaos de lo de san Pablo: ¿De qué me puedo enorgullecer sino de mis debilidades, de mi pobreza? Precisamente sintiendo mi pecado, mirando mi pecado, yo puedo ver y encontrar la misericordia de Dios, su amor, e ir hacia Él para recibir su perdón. En mi vida personal, he visto muchas veces el rostro misericordioso de Dios, su paciencia; he visto también en muchas personas la determinación de entrar en las llagas de Jesús, diciéndole: Señor estoy aquí, acepta mi pobreza, esconde en tus llagas mi pecado, lávalo con tu sangre Y he visto siempre que Dios lo ha hecho, ha acogido, consolado, lavado, amado. Queridos hermanos y hermanas, dejémonos envolver por la misericordia de Dios; confiemos en su paciencia que siempre nos concede tiempo; tengamos el valor de volver a su casa, de habitar en las heridas de su amor dejando que Él nos ame, de encontrar su misericordia en los sacramentos. Sentiremos su ternura, tan hermosa, sentiremos su abrazo y seremos también nosotros más capaces de misericordia, de paciencia, de perdón y de amor.
Por su pasión, Cristo pagó nuestra deuda
¿Quién será tan poderoso hasta el punto de ofrecer por sí mismo una expiación que podría añadir algo a la que ofreció Cristo por nosotros, cuando reconcilió el mundo con Dios por su sangre? ¿Hay una víctima mayor, más generoso sacrificio, mejor abogado que Jesús que intercede por los pecadores y que ha dado la vida por nuestra redención? Así, pues, ya no hay que ofrecer ninguna expiación o rescate por nosotros, ya que el rescate de todos es la sangre de Cristo, Nuestro Señor, la única que nos reconcilió con el Padre. Jesús consumió su obra hasta el final ya que tomó sobre si nuestros sufrimientos y dice: “Venid a mí, todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré.”... El hombre no puede dar nada como rescate para su salvación porque ha sido purificado una vez por todas del pecado, gracias a la sangre de Cristo. Pero el hombre no está eximido de los esfuerzos para observar los preceptos de la vida y de la observancia de los mandamientos del Señor. Mientras vivimos estaremos sujetos a los padecimientos, perseveraremos en ellos para vivir eternamente, liberados ya de la muerte definitiva gracias a la redención del Señor.
“Estad a punto”
El Señor pensaba en este nuestro tiempo cuando dijo: “Cuando vendrá el Hijo del hombre ¿encontrará fe en la tierra?” Vemos como se realiza esta profecía. El temor de Dios, la ley de la justicia, la caridad, las buenas obras, ya nadie cree en ellas…todo lo que temería nuestra conciencia, si creyera; no lo teme porque no cree. Porque si creyera, viviría vigilante; y si vigilara, se salvaría. Despertémonos, pues, hermanos muy amados, tanto como seamos capaces. Sacudamos el sueño de nuestra inercia. Estemos atentos a observar y practicar los preceptos del Señor. Seamos tal como él nos ha prescrito ser cuando ha dicho: “Permaneced en actitud de servicio y conservad encendidas vuestras lámparas. Sed como los que esperan la llegada de su amo a su regreso de bodas para abrirle la puerta en cuanto llegue y llame a la puerta. Dichosos los siervos que a su llegada, el amo los encontrará en vela”. Sí, permanezcamos en actitud de servicio, por miedo a que cuando venga el día de salida, no nos encuentre preocupados y enredados. Que nuestra luz brille y resplandezca en buenas obras, que nos conduzca de la noche del mundo a la luz de la caridad eterna. Esperemos con solicitud y prudencia la llegada repentina del Señor a fin de que, cuando llame a la puerta, nuestra fe esté despierta para recibir del Señor la recompensa de su vigilancia. Si observamos estos mandatos, si conservamos estas advertencias y estos preceptos, las astucias engañosas del Acusador no nos abatirán durante nuestro sueño. Sino que, reconocidos como siervos vigilantes, reinaremos con Cristo triunfante.
“...su generosidad dura por siempre.”
San Lorenzo era diácono a Roma. Los perseguidores de la Iglesia le pidieron que entregara los tesoros de la Iglesia. Por obtener el auténtico tesoro en el cielo, Lorenzo se expuso a unos tormentos de crueldad inenarrable. Fue extendido sobre unas parrillas de fuego. Sin embargo, triunfó de todos los dolores físicos por la fuerza extraordinaria de su caridad y por los auxilios de Aquel que le sostuvo invencible. “Somos obra de sus manos, creados en Cristo Jesús, para realizar las buenas obras que Dios nos señaló de antemano como norma de conducta.” Esto provocó la cólera de los perseguidores... Lorenzo había dicho: “Mandad venir conmigo gente con carros para llevaros los tesoros de la Iglesia.” Le dieron unos carruajes y los cargó de los pobres y se presentó ante los jefes: “Estos son los tesoros de la Iglesia.” Nada más verdadero que esto, hermanos míos. En las necesidades de los pobres se encuentran las grandes riquezas de los cristianos, si comprendemos bien cómo hacer fructificar lo que poseemos. Los pobres están siempre entre nosotros. Si les confiamos nuestras riquezas no las perderemos.
«El que tome su cruz que me siga»
Al cumplirse el misterioso designio de su bondad, el Señor tomó la condición de esclavo y se digno rebajarse hasta la muerte de cruz Para realizar en nuestro corazón, por medio de una humillación visible, aquella celestial sublimación, para nosotros invisibles. Considera pues, de qué altura nos precipitamos desde el principio, y comprenderás que por voluntad de la divina sabiduría y por su bondad somos restituidos a la vida. Con Adán caímos en la soberbia; por eso somos humillados en Cristo para poder cancelar la antigua culpa con el remedio de la virtud contraria, de modo que los que con la soberbia ofendimos a Dios, le aplaquemos poniéndonos a su servicio. Alegrémonos, y gocemos en aquel que nos ha hecho objeto de su lucha y de su victoria, diciendo:»Tened valor, oye vencido al mundo»El invencible, peleará por nosotros y vencerá en nosotros. Entonces el príncipe de las tinieblas será echado fuera, aunque no ciertamente fuera del mundo, sino fuera del hombre, cuando al penetrar en nosotros la fe, es obligado a salir fuera y dejar libre el puesto a Cristo; cuya presencia pone en fuga al pecado y significa el destierro de la derrota de la serpiente... Que los oradores guarden su elocuencia, los filósofos su sabiduría, los reyes sus reinos; para nosotros la gloria las riquezas y el reino, es Cristo; nuestra sabiduría, es la locura del Evangelio; la fuerza es, la debilidad de la carne, y la gloria, es el escándalo de la cruz.
“Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18)
Hermanos, cuando se trata de cumplir con mi deber de obispo, descubro que soy débil y cobarde, cargado con la fragilidad de mi propia condición, cuando, en realidad, deseo actuar con generosidad y valentía. Con todo, mi fuerza viene de la intercesión del Sacerdote supremo y eterno, semejante a nosotros pero igual al Padre, que se ha abajado en su divinidad al nivel de la humanidad y ha elevado la humanidad al nivel de Dios. Encuentro un gozo santo y justo en las disposiciones que él ha tomado. En efecto, si bien ha delegado en numerosos pastores el cuidado de su rebaño, no ha abandonado el pastoreo de sus amadas ovejas. Gracias a esta vigilancia fundamental y eterna, he recibido yo a mi vez la protección y el apoyo del apóstol Pedro que no abandona su función tampoco. Este fundamento sólido sobre el que se construye todo el edificio de la Iglesia, no dejará que se derrumbe la fábrica del edifico que descansa sobre él. No desfallecerá nunca la firmeza de la fe por la que el primer apóstol fue alabado por el Señor. Del mismo modo que todo lo que Pedro confesó acerca de Cristo permanecerá, permanecerá también lo que Cristo prometió a Pedro... La disposición querida por la verdad de Dios permanece. San Pedro persevera en la firmeza que ha recibido; no ha abandonado el gobierno de la Iglesia a él confiada. Así, hermanos míos, lo que Pedro obtuvo por su profesión de fe, inspirado por Dios Padre, es la firmeza de una roca que ningún poder podrá jamás hacer perecer. En la Iglesia entera, Pedro dice cada día: “Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo”.
“Mujer ¡qué grande es tu fe! (Mt 15,28)
“Ten piedad de mí, Señor, Hijo de David!” Es un grito, una llamada de una fuerza inmensa... Es un gemido que viene como de un abismo sin fondo. Supera en mucho la naturaleza, es el Espíritu Santo mismo que profiere en nosotros este gemido Pero Jesús dice: “Dios me ha enviado sóo a las ovejas perdidas del pueblo de Israel.” y “No está bien tomar e pan de los hijos para echárselo a los perrillos.” podía poner a prueba a la mujer con más fuerza, ni ahuyentarla con más vehemencia. Ahora bien ¿qué hizo la mujer rechazada de esta manera? Se dejó decir y se humilló ella misma hasta lo más hondo. Llegó hasta el extremo de la humildad, del abismo. Con todo, mantuvo la confianza y dijo: “Esto es cierto, Señor, pero también los perrillos comen las migajas que caen de la mesa de sus amos.” ¡Oh, si vosotros también supierais penetrar realmente hasta el fondo de la verdad, no por comentarios muy sabios ni por palabras muy altisonantes, ni con los sentidos, sino yendo al fondo de vosotros mismos! Ni Dios, ni otra criatura alguna podría anihilaros si permanecéis en la verdad, en la confianza humilde. Podríais padecer afrentas, menosprecios y burlas, resistiríais en la perseverancia, os humillaríais más todavía, animados por una confianza ilimitada, y aumentaría más y más vuestro celo. Todo depende de esta actitud y el que llega aquí ha vencido. Sólo estos caminos llevan de verdad, sin obstáculo alguno, hasta Dios. Pero, permanecer así en esta gran humildad, con perseverancia, con una seguridad entera y verdadera, como esta mujer pobre, no es de muchos.
“...la gloria que un día se nos revelará.”
Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a Juan, su hermano, y los llevó a una montaña alta donde les mostró su gloria. Porque, aunque hubiesen comprendido que la majestad de Dios moraba en su persona, ignoraban, no obstante, que su cuerpo, que servía de velo a su divinidad, participaba del poder de Dios. Por esto, el Señor había prometido claramente, pocos días antes, que algunos de entre sus discípulos no verían la muerte antes de ver al Hijo del Hombre venir en poder, es decir, en el esplendor de su gloria que convenía especialmente a la naturaleza humana que él había asumido... Esta transfiguración, en primer lugar tenía por finalidad alejar del corazón de los discípulos el escándalo de la cruz, para que la humildad de la pasión voluntariamente aceptada, no turbara la fe de aquellos que habrían visto la grandeza de la dignidad escondida. Pero, por la misma previsión, la transfiguración establecía en la Iglesia de Jesús la esperanza que la debería sostener, de manera que los miembros de Cristo comprendieran el cambio que se habría de realizar un día en ellos, y que están llamados a gozar de la gloria que habían visto brillar en su cabeza, Cristo. Por esto, el Señor mismo había dicho, hablando de la majestad de su venida: “Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre.” Y el apóstol afirma lo mismo cuando dice: “Entiendo, por lo demás, que los padecimientos del tiempo presente no pueden compararse con la gloria que un día se nos revelará.” Y en otro lugar: “Habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios; cuando aparezca Cristo, vuestra vida, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con él.”
Levantando los ojos al cielo...
Hoy, el Evangelio toca nuestros “bolsillos mentales”... Por esto, como en tiempos de Jesús, pueden aparecer las voces de los prudentes para sopesar si vale la pena tal asunto. Los discípulos, al ver que se hacía tarde y que no sabían cómo atender a aquel gentío reunido en torno a Jesús, encuentran una salida airosa: «Que vayan a los pueblos y se compren comida» Poco se esperaban que su Maestro y Señor les fuera a romper este razonamiento tan prudente, diciéndoles: «Dadles vosotros de comer» Un dicho popular dice: «Quien deja a Dios fuera de sus cuentas, no sabe contar». Y es cierto, los discípulos —nosotros tampoco— no sabemos contar, porque olvidamos frecuentemente el sumando de mayor importancia: Dios mismo entre nosotros.Los discípulos realizaron bien las cuentas; contaron con exactitud el número de panes y de peces, pero al dividirlos mentalmente entre tanta gente, les salía casi un cero periódico; por eso optaron por el realismo prudente: «No tenemos aquí más que cinco panes y dos peces» (Mt 14,17). ¡No se percatan de que tienen a Jesús —verdadero Dios y verdadero hombre— entre ellos!Parafraseando a san Josemaría, no nos iría mal recordar aquí que: «En las empresas de apostolado, está bien —es un deber— que consideres tus medios terrenos (2 + 2 = 4), pero no olvides ¡nunca! que has de contar, por fortuna, con otro sumando: Dios + 2 + 2...». El optimismo cristiano no se fundamenta en la ausencia de dificultades, de resistencias y de errores personales, sino en Dios que nos dice: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» Sería bueno que tú y yo, ante las dificultades, antes de dar una sentencia de muerte a la audacia y al optimismo del espíritu cristiano, contemos con Dios. Ojalá que podamos decir con san Francisco aquella genial oración: «Allí donde haya odio que yo ponga amor»; es decir, allí donde no salgan las cuentas, que cuente con Dios.
Hoy, Jesús nos sitúa cara a cara con aquello que es fundamental para nuestra vida cristiana, nuestra vida de relación con Dios: hacerse rico delante de Él. Es decir, llenar nuestras manos y nuestro corazón con todo tipo de bienes sobrenaturales, espirituales, de gracia, y no de cosas materiales.Por eso, a la luz del Evangelio de hoy, nos podemos preguntar: ¿de qué llenamos nuestro corazón? El hombre de la parábola lo tenía claro: «Descansa, come, bebe, banquetea» Pero esto no es lo que Dios espera de un buen hijo suyo. El Señor no ha puesto nuestra felicidad en herencias, buenas comidas, coches último modelo, vacaciones a los lugares más exóticos, fincas, el sofá, la cerveza o el dinero. Todas estas cosas pueden ser buenas, pero en sí mismas no pueden saciar las ansias de plenitud de nuestra alma, y, por tanto, hay que usarlas bien, como medios que son.Es la experiencia de san Ignacio de Loyola, cuya celebración tenemos tan cercana. Así lo reconocía en su propia autobiografía: «Cuando pensaba en cosas mundanas, se deleitaba, pero, cuando, ya aburrido lo dejaba, se sentía triste y seco; en cambio, cuando pensaba en las penitencias que observaba en los hombres santos, ahí sentía consuelo, no solamente entonces, sino que incluso después se sentía contento y alegre». También puede ser la experiencia de cada uno de nosotros.Y es que las cosas materiales, terrenales, son caducas y pasan; por contraste, las cosas espirituales son eternas, inmortales, duran para siempre, y son las únicas que pueden llenar nuestro corazón y dar sentido pleno a nuestra vida humana y cristiana.Jesús lo dice muy claro: «¡Necio!» así califica al que sólo tiene metas materiales, terrenales, egoístas. Que en cualquier momento de nuestra existencia nos podamos presentar ante Dios con las manos y el corazón llenos de esfuerzo por buscar al Señor y aquello que a Él le gusta, que es lo único que nos llevará al Cielo.
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