16/10/2011 16:24
| "Los fariseos le preguntaron a Jesús: ¿Es lícito pagar impuesto al César o no? Jesús les dijo: Enseñadme una moneda y luego añadió: dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios". San Mateo, cap. 22.
Nunca ha sido agradable pagar impuestos. Un precepto que siempre obedecemos de mala gana, o por lo menos con una queja implícita: si al menos emplearan nuestro dinero honradamente.
En tiempos de Jesús, los judíos debían cumplir con el tributo religioso para el funcionamiento del culto. Pagaban al Estado como los ciudadanos de cualquier nación. Y también aportaban otra tasa para el sostenimiento de la invasión romana en su territorio. Lo cual en varias ocasiones originó revueltas entre el pueblo.
De otro lado la moneda judía circulaba a la par con la griega y la romana. Pocas veces Jesús habló en su enseñanza del dinero. Aquella vez cuando una mujer viuda aportó dos pequeñas piezas a la alcancía del templo. Y otro día, cuando les preguntaron a los discípulos si su Maestro pagaba el tributo del templo. Jesús envió a Pedro al lago y allí encontró un pez que llevaba en la boca un "estáter" (moneda griega de la época), con el cual cubrió su obligación y la del Maestro.
Alguna vez los fariseos quieren comprometer al Señor y lo asedian con esta pregunta: ¿Es lícito a nosotros pagar el tributo del César? El Señor se molesta y antes de responder, les dice: Hipócritas, ¿por qué me tentáis? Mostradme la moneda del impuesto. Le llevan un denario romano, una pieza de plata de cuatro o cinco gramos. En el anverso presentaba la figura del César de entonces, Tiberio. Por el reverso, una expresión alusiva al mismo.
Jesús pregunta nuevamente: ¿De quién son esta efigie e inscripción?". "Del César", le responden.
Si el Maestro declaraba ilícito el tributo pagado a los romanos, se habría expuesto a la muerte y aún no había llegado su hora. Pero ante esa moneda, el Señor les echaba en cara a sus enemigos, que la invasión romana era un hecho aceptado por la mayoría. Más aún, algunos judíos se lucraban de ella, oprimiendo al pueblo.
A los cristianos de hoy Jesús nos enseña que el Reino de Dios va más allá de las estructuras económicas y políticas. Bajo cualquier régimen civil podemos y hemos de dar a Dios lo que es suyo: nuestra fe, nuestra obediencia.
Más adelante los apóstoles declararían ante los tribunales judíos: "Hemos de hacerle caso a Dios, antes que a los hombres".
Amamos pues a Dios, viviendo en comunión con el trabajo, el dinero, las autoridades civiles, el mundo real que nos rodea. Todo ello edifica la ciudad terrena, que es base y fundamento de la Jerusalén celestial. Y aquella capital del tiempo de Jesús, con su maravilloso templo, no pudo existir sin los mercados de Cafarnaúm, la esforzada pesca del Tiberíades, los rebaños de Belén y las cosechas de Galilea.
San Pablo, escribiendo a los fieles de Tesalónica, les dice: "Ante Dios, nuestro Padre, recordamos sin cesar la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y el aguante de vuestra esperanza, en Jesucristo nuestro Señor". Por la fe en el Maestro vivimos y avanzamos a pesar de todas las circunstancias.
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