El duro, estrecho, apocado y fementido lecho de Don Quijote estaba primero en mitad de aquel estrellado establo; y luego junto a él hizo el suyo Sancho, que sólo contenía una estera de enea y una manta, que antes mostraba ser de angeo tundido que de lana; sucedía a estos dos lechos el del arriero, fabricado, como se ha dicho de las enjalmas y de todo el adorno de los dos mejores mulos que traía, aunque eran doce, lucios, muy gordos y famosos, porque era uno de los ricos arrieros de Arévalo, según lo dice el autor de esta historia, que de este arriero hace particular mención, porque le conocía muy bien, y aún quieren decir que era algo pariente suyo.
Todas estas pláticas estaba escuchando muy atento Don Quijote, y sentándose en el lecho como pudo, tomando de la mano a la ventera, le dijo: Creedme, fermosa señora, que os podeis llamar venturosa por haber alojado en este vuestro castillo a mi persona, que es tal, que si no la alabo es por lo que suele decirse, que la alabanza propia envilece, pero mi escudero os dirá quien soy; sólo os digo que tendré eternamente escrito en mi memoria el servicio que me habedes fecho para agradecéroslo mientras la vida me durase; y pluguiera a los altos cielos que el amor no me tuviera tan rendido y tan sujeto a sus leyes, y los ojos de aquella hermosa ingrata que digo entre mis dientes, que los de esta fermosa doncella fueran señores de mi libertad.
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