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El lado oscuro de personajes famosos.

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12/07/2019 21:24

“La sierva sexual de Rosas”


Me llegaron y me siguen llegando un montón de mensajes de lectores muy sorprendidos por la entrevista que me hizo Patricia Suárez en Clarín hace unos días.

Me preguntan si es cierto que Rosas abusó con semejante impunidad de una chiquita a la que adoptó como hija. Esa es la historia que cuento en “La matriarca, el barón y la sierva”.

Vamos a contestar todas esas preguntas ¿Quién fue María Eugenia Castro y por qué me conmovió tanto su calvario?

La vida privada de ciertos personajes de la historia explica muchos aspectos de su vida pública y de sus actos de gobierno. Este es, sin dudas, el caso de Juan Manuel de Rosas.

María Eugenia Castro era una chiquita, hija de un militar viudo, Juan Gregorio Castro, un hombre de confianza de Rosas quien, antes de morir, ya enfermo, le rogó a su amigo y superior que cuidara a su hija.

Cuando la chiquita quedó huérfana, Rosas se hizo cargo de ella y la adoptó. Por entonces, María Eugenia tenía catorce años.

No hace falta aclarar que desde el punto de vista legal y moral, la función de un tutor es la de criar, educar, alimentar y dar protección a los huérfanos, es decir, asumir las funciones que, hasta entonces, cumplían los padres.

María Eugenia era una chica tímida, introvertida, asustadiza y sumisa hasta la humillación.

Rosas, en cambio, era por entonces el hombre más poderoso del país: gobernador de la Provincia de Buenos Aires, uno de los estancieros más ricos, un terrateniente, ejercía el poder con mano firme y era, en los hechos, el señor de la Confederación.

Desde 1838 a 1852 Rosas mantuvo secuestrada a Eugenia Castro en su Residencia, la que hoy es el Jardín Botánico.

Encerrada entre los muros del caserón y a merced de los arbitrios de su tutor, entre 1840 y 1852 María Eugenia tuvo cinco hijos de Rosas: Ángela, Ermilio, Nicanora, Joaquín y Justina.

Los habitantes de la casa fueron cómplices con su silencio: nadie jamás se atrevió a mencionar, ni siquiera entre ellos, esta relación incalificable. Y cada vez que María Eugenia volvía a quedar embarazada, nadie ignoraba quién era el responsable.

No podría afirmarse, de ningún modo, que Rosas y María Eugenia hayan sido amantes.

Se trataba de un vínculo completamente desigual en el que el caudillo hacía uso y abuso, de aquella chiquita que estaba completamente al margen de la vida pública de su «protector», el hombre que tenía en sus manos la suma del poder.

Igual que María Eugenia, los chicos permanecían ocultos de la mirada pública, recluidos dentro de los muros de la quinta de Palermo.

No recibieron educación escolar alguna, y la mayor parte del tiempo la pasaban mezclados con los hijos de la servidumbre, correteando entre los corrales de la quinta. El trato que les daba Rosas era el de una indiferencia matizada con alguna crueldad.

Él mismo se había ocupado de ponerle a cada uno un apodo; así como a María Eugenia le decía la Cautiva, a Mercedes la llamaba Manduca a causa de su gordura y su compulsión por la comida; Ángela tenía el motejo de Soldadito por su carácter dócil y callado como el de su madre. Ermilio era el Capitán, ya que se destacaba por su espíritu de liderazgo; a Nicanora le decía la Gallega por su aspecto cejijunto y su obcecación.

Era frecuente que, cuando alguno de ellos vociferaba más de lo tolerable para Rosas o rompía alguna cosa de la casa, mandara a que lo azotaran; desde luego, éstos eran sólo simulacros que, sin embargo, provocaban un pánico atroz y un sufrimiento, si no en el cuerpo, en el ánimo ya de por sí atemorizado de los chicos.

Por si todo esto fuese poco, relata José Mármol que cada vez que nacía un hijo de María Eugenia, Rosas le regalaba el nuevo bebé a Manuela, su hija legítima, como si se tratara de un muñeco con el que podía jugar. En 1866 los hijos de Eugenia Castro, producto de las violaciones de Rosas, iniciaron una causa en los Tribunales para que les fuesen reconocidos sus derechos, pero, por supuesto no obtuvieron resultado alguno.

Todavía pueden encontrarse los documentos de estos juicios en los archivos.

Así, después de una vida de humillaciones junto a quien fuera el hombre más rico y poderoso del país, María Eugenia Castro murió en la más extrema pobreza en el año 1876. -

FEDERICO ANDHAZI

12/01/2019 04:56
"La Semana Trágica" .
Los ultranacionalistas radicales de la derecha antisemita - Hipólito Yrigoyen - La liga Patriótica Argentina y "El Terror Blanco"


Según la historia oficial, la Semana Trágica (Buenos Aires, del 7 al 14 de enero de 1919, primer gobierno de Hipólito Yrigoyen) fue una represión contra los obreros en huelga de la fábrica metalúrgica Talleres Vasena con el objetivo de talar de cuajo un presunto movimiento extremista de comunistas y anarquistas llegado desde Europa “para atentar contra el estilo de vida argentina”: lugar común que en el futuro serviría para justificar otros crímenes y vandalismos. Entre ellos, los golpes de Estado.

Pero ese episodio, investigado y publicado hasta la saciedad, ocultó deliberadamente la barbarie desatada contra la comunidad judía, camuflada durante las batallas campales de la policía y el ejército contra los huelguistas. Ni siquiera el periodismo y sus constantes prédicas a favor de la libertad, la democracia y el pluralismo, agitó sus banderas y se levantó contra el salvaje pogrom.

Fueron necesarios casi treinta años de silencio hipócrita antes de que un judío, Pablo Fishman, entregara una tarde de agosto, en la Fundación Socialista Juan B. Justo su trabajo “El grito olvidado”: la documentación clave de la barbarie lanzada en los barrios Once y Villa Crespo.

Terminado el conflicto obrero en los Talleres Vasena y con la ciudad casi en calma, en una reunión secreta en el Centro Naval se creó la Comisión Pro Defensores del Orden: un nombre de apariencia auspiciosa y tranquilizadora –piel de cordero– que reunió a curas, militares, empresarios, políticos y jóvenes de clase alta alineados en la extrema derecha, que pocos días después pasó a llamarse Liga Patriótica Argentina, y que desató el llamado “Terror Blanco”: atacar y matar a los judíos, los rusos, los bolcheviques, los anarquistas, inspirado en un odio visceral a todo lo extranjero.

En ese largo y revelador informe de Fishman figura, entre muchos testimonios, un memorándum del embajador francés a su cancillería, que dice: “La policía masacró de una manera salvaje a todo lo que era o pasaba por ruso”. Salvedad importante: entonces y hasta hoy, en la Argentina, ruso y judío son la misma cosa… Ridículo error que ignora la bestial persecución sufrida por los judíos en la Madre Rusia.

Pero no es todo. El embajador francés escribió también que “un delegado del Comité Capital del Partido Radical se ufanaba de haber matado, en un solo día, cuarenta rusos judíos”, mientras que su par de la embajada norteamericana informó a su gobierno que entre los 1.365 muertos en la Semana Trágica había encontrado en el Arsenal de Guerra “ciento setenta y nueve cadáveres de rusos judíos”.

Tristemente, la mayoría de los testimonios acusaba del pogrom a esbirros del mismo comité radical: un partido de esencia democrática que, contra el viento de la historia, habría coincidido con las peores lacras antisemitas de la ultraderecha nacionalista porteña.

Fishman no era investigador, historiador ni periodista. Era apenas un ciudadano argentino de religión judía que durante años oyó hablar en su casa de aquellos hechos; más que hablar, murmurar, por miedo…

Leyó cuanto había sobre el tema, pero los autores eludían, por sistema, referirse a la cuestión central: el judío como enemigo universal y chivo expiatorio; prejuicio criminal que llegaría a su diabólico desiderátum bajo Hitler y el Tercer Reich.

Recién hacia los años 50, en un texto del médico y político entrerriano Juan Carulla (1888-1968), nacionalista de pasado anarquista, Fishman halló una pista.

El autor, al saber que estaban incendiando el barrio judío, caminó hasta Viamonte, a la altura de la Facultad de Medicina, y vio que “en medio de la calle ardían pilas de libros y trastos viejos entre los cuales podían reconocerse sillas, mesas y otros enseres domésticos, y las llamas iluminaban, tétricas, la noche, destacando con rojizo resplandor los rostros de una multitud gesticulante y estremecida. Se luchaba dentro y fuera de los edificios. El cruel castigo se extendía a otros hogares hebreos.

El ruido de los muebles y cajones violentamente arrojados a la calle se mezclaba con gritos horrendos: ¡Mueran los judíos! Cada tanto pasaban a mi lado viejos barbudos y mujeres desgreñadas. Nunca olvidaré el rostro cárdeno y la mirada suplicante de uno de ellos, al que arrastraban un par de mozalbetes, así como el de un niño sollozante que se aferraba a la vieja levita negra, ya desgarrada…

El disturbio provocado por el ataque a los negocios y hogares hebreos se había propagado a varias manzanas a la redonda. El comité radical se había reunido el dos de enero. Siete días después, sus miembros tomaban como profesión la de vejar judíos….”.

Otro testimonio inapelable, el de José Mendelson –inmigrante que llegó a ser gran figura de su comunidad–, citado en la revista “Hechos de la historia judía”, arriesga que “las matanzas antijudías en Europa Oriental fueron un juego de niños.

Pamplinas son todos los pogroms al lado de lo que hicieron con ancianos judíos en las comisarías séptima y novena, y en el Departamento Central de Policía… Jinetes arrastraban por las calles a viejos judíos desnudos, les tiraban de las barbas, y cuando ya no podían correr, su piel se desgarraba contra los adoquines, mientras los golpeaban con sables y latigazos…”.

Años después, Arturo Cancela, en su libro “Tres relatos porteños”, escribió: “… jóvenes con brazaletes, armados de palos y carabinas, detienen a todos los individuos que llevan barba. Los de la carabina les pinchan el vientre o se cuelgan de las barbas, y otros apedrean los vidrios de las casas de comercio, cuyos propietarios abundan en consonantes”.

El periodista Juan José de Soiza Reilly (estrella de su oficio en aquellos días) denunció en la revista “Popular”, número 45, tres de febrero de 1919, que vio “ancianos judíos cuyas barbas fueron arrancadas. Uno de ellos levantó su camiseta para mostrarnos dos sangrantes costillas que salían de la piel como dos agujas.

Dos niñas de catorce o quince años contaron llorando que habían perdido entre las fieras el tesoro santo –clara metáfora de violación–. A una que se había resistido le partieron la mano derecha de un hachazo. He visto obreros judíos con ambas piernas en astillas: rotas a patadas contra el cordón de la vereda… Todo esto hecho por pistoleros llevando la bandera argentina”.

Entretanto, a los vándalos y asesinos de la Liga Patriótica, liderada por el ultranacionalista Manuel Carlés, aumentaron sus huestes: se sumaron más oficiales del ejército y la marina, y los matones civiles de las bandas Orden Social y Guardia Blanca.

Y apenas unos días después de aquella orgía de sangre y odio, el pesado manto de la complicidad no ahorró munición: “La Época”, órgano oficial del partido radical, acusó de los disturbios de la Semana Trágica… ¡a los judíos!, y el diario católico “El Pueblo”, en sólo tres meses… ¡publicó doce editoriales antisemitas!

21/11/2018 23:33
¡¡¡Ya era hora!!!
Ya era hora de que alguien tirara a este traidor del Parlamento de España
Mi mas sincera Enhorabuena, Dña Ana Pastor (Ud. aunque sea mujer, ha demostrado tener mas "cojones" [con perdón por el grosero término] que cualquier español del sexo masculino)
10/11/2018 11:03
Mas frases famosas de personajes oscuros
... Continuará ....
04/11/2018 09:44
Creo que sería mas certero llamar a este foro...
El lado famoso de personajes oscuros
Por ejemplo...
https://4.bp.blogspot.com/-plapdEo472k/WO9JIysUxXI/AAAAAAAAZL0/PXDWKskLdbYFfKmGMFJOzuyIXhcr7aACACLcB/s640/Manuel%2BAza%25C3%25B1a.png
04/11/2018 05:02

Juan Domingo Perón y la tortura a opositores

" El Arte de La Tortura es no Matar " ( Cipriano Lombilla )

El comisario Cipriano Lombilla es uno de los personajes menos investigados de los dos primeros gobiernos de Perón. Su memoria sólo perduró en los testimonios de los torturados de la Sección Especial Investigaciones de la Policía Federal que él comandaba.

En su época, su sólo nombre ya resultaba temible para estudiantes y la oposición política y obrera. Lombilla era un torturador que exhibía su impunidad: en su despacho tenía un portarretrato con una foto dedicada por Perón en la que posaba junto a él.

La Sección Especial era, en la práctica, un organismo autónomo de la Policía Federal. Respondía directamente a la Dirección de Informaciones Políticas, que dirigía el comandante de Gendarmería General Guillermo Solveyra Casares. La Dirección estaba en la Casa Rosada, en un despacho contiguo al del presidente Perón.

Lombilla identificaba su oficio con una frase que transmitía a sus asistentes: “El arte de la tortura es no matar. Es jugar siempre al límite para lograr la confesión, pero evitar que el detenido muera sobre la mesa”.

Perón confiaba en la policía por encima de cualquier otra fuerza de seguridad. La Policía Federal había facilitado la concreción del hecho político fundacional de su liderazgo, el 17 de octubre de 1945. Ese día, la propia policía gritaba “¡Viva Perón!” al paso de los manifestantes.

Perón concibió a la fuerza policial como un cuerpo político. En sus dos primeras presidencias, la policía vigiló, encarceló y torturó a dirigentes políticos, gremiales y estudiantiles de la oposición; también fue un obstáculo para las conspiraciones internas de los militares contra el gobierno.

Perón simpatizaba con la fuerza que había sido creada en forma casi simultánea con su irrupción en la política y les otorgó a sus integrantes mejores sueldos, condiciones laborales y beneficios previsionales. Además, hizo realidad un reclamo corporativo: que la policía tuviese su propio Código de Justicia y sus conductas fuesen juzgadas por sus pares. Como sucedía con los militares.

La “vieja guardia” de la Sección Especial de Investigaciones del gobierno de Perón había hecho su experiencia en la Sección Orden Político comandada por Leopoldo Lugones (h) a inicios de los años treinta, durante la dictadura del general José Félix Uriburu.

En el sótano de la cárcel de la Penitenciaría, donde prestaban sus servicios, habían torturado a radicales, anarquistas, comunistas, estudiantes y militares, entre otras víctimas.

Esas prácticas se reprodujeron en la Sección Especial que dirigía el comisario Cipriano Lombilla.

La repartición estaba ubicada en un edificio anexo a la Comisaría 8ª, Urquiza 556, en Buenos Aires.

Mientras Perón ponía en marcha las reformas sociales, que representaban una demanda histórica de los trabajadores, el movimiento obrero se fue convirtiendo en la base de la movilización popular. Pero aquellos sindicatos que quisieron mantener su autonomía frente a la CGT y el Estado padecieron la persecución y la tortura.

Como sucedió en 1949 con los afiliados telefónicos que luchaban por mantener sus derechos gremiales, despojados luego de la intervención de la CGT, alineada con el sindicalismo “vertical” peronista. Los telefónicos se declararon en huelga. En respuesta, el gobierno aplicó la política de “trato duro” con los gremios disidentes.

En la madrugada del 1º de abril, un grupo de policías de la Sección Especial, sin orden judicial, allanó 40 domicilios de empleados telefónicos; veinte de ellos fueron trasladados a a Urquiza 556.

El episodio obtuvo notoriedad, sobre todo porque las torturadas eran operadoras telefónicas. Una de ellas, Nieves Boschi de Blanco, estaba embarazada. La sacaron de su casa, la llevaron a la comisaría de Ramos Mejía y luego Lombilla, junto al oficial principal José Faustino Amoresano y otros cuatro policías, se ocuparon de interrogarla.

La acostaron en una camilla y le aplicaron la picana eléctrica con una intensidad que variaba entre los cincuenta y los cien voltios, al principio sobre la ropa, y luego sobre su cuerpo. Para ahogar sus gritos, colocaron un disco de jazz en el fonógrafo.

“Te vamos a hacer largar el hijo antes de tiempo”, le advirtieron. La operadora fue trasladada a un calabozo del Departamento Central de Policía. Le tomaron fotografías, legalizaron su detención y luego fue liberada. En la Sala de Primeros Auxilios de Ramos Mejía le comunicaron que había perdido el hijo.

Algunos gremios y partidos opositores reclamaron la supresión de la Sección Especial y la reincorporación de empleados telefónicos, dejados cesantes tras las torturas.

Pero desde la Presidencia de la Nación se destacó el desempeño de Lombilla y otros funcionarios en “la pesquisa destinada a identificar a los integrantes de un grupo de comunistas que bregaba constantemente para producir una atmósfera de intranquilidad y descontento ante el personal de Teléfonos del Estado”.

Otro grupo que fue trasladado a la Sección Especial fue el del diputado Cipriano Reyes, que había resultado clave para la movilización popular del 17 de octubre de 1945, pero luego se había negado a desarmar el Partido Laborista, pese a que Perón había ordenado disolver todas las agrupaciones partidarias que lo habían llevado al poder.

Reyes ya había sobrevivido a varios atentados contra su vida, cuando fue en septiembre de 1948 fue acusado de participar en un supuesto complot junto a un espía norteamericano con el objetivo de matar a Perón.

El mismo Perón, frente a la multitud en Plaza de Mayo, aludió a Reyes como “un payaso que hace creer que lucha” por el pueblo trabajador y que el plan para matarlo, pagado por “el oro extranjero”, había sido abortado.

Ese día Evita también habló desde el balcón. Dijo que había que fiarse de la Justicia, como había dicho Perón. Pero había que tener en cuenta algo más: “Sepan que si ellos no obedecen la consigna de luchar por una Argentina libre, justa y soberana, el pueblo puede tomarse algún día la justicia por sus manos”. Ese día, si llegara, dijo Eva, ella estaría a la cabeza del pueblo si fuera necesario.

Reyes y su grupo fue trasladado a la Sección Especial. Les fueron colocando cadenas, vendas y capuchas negras. De a uno, fueron pasando a una oficina, los subieron a una mesa, los ataron de brazos y piernas con correas de cuero y los tuvieron en silencio, desnudos, por un rato largo. Pero no los tocaron hasta que llegó el jefe. Reyes escuchó su voz persuasiva.

—¿Dónde tenés escondidas las armas? —le dijo—. ¿Cuántos son los militares comprometidos?

A cada pregunta la acompañaba con la aplicación de la picana eléctrica. En la oreja y la planta de los pies. Los gritos de Reyes se apagaban con música.

Pero Reyes se ahogaba, se hundía, se iba. Le oprimieron el pecho, trataron de extraerle la lengua para salvarlo. Le desataron las correas, lo incorporaron, le tomaron el pulso. Cuando ya estaba mejor, volvieron a golpearlo.

El jefe de la Sección Especial, comisario Lombilla, en el oído, le susurraba que confesara todo lo que Reyes no sabía. Lo dejaron tirado en el calabozo. Lombilla recomendó que no le dieran agua.

Reyes parecía muerto.

Parte de la dirigencia laborista detenida en la Sección Especial atravesó experiencias parecidas a la suya. El algodón en los ojos, el vendaje, la mesa de tortura, las preguntas sin respuesta, el alambre electrificado —dos alambres en algunos casos—, el amplificador con música, los gritos ahogados, el desmayo, el calabozo, la sed.

El radiólogo Luis Eugenio García Velloso, que formaba parte del grupo, no se salvó del vendaje, pese a ser ciego. Le movieron la mano para que firmara una declaración en la que se autoincriminaba.

Cuatro días después de la detención, llegó a la repartición policial el juez Oscar Palma Beltrán para indagarlos. Pidió el nombre de todos. Eran catorce. La mitad de ellos habían sido torturados.

Algunos supusieron que el juez actuaría en su defensa y denunciaron los tormentos. El magistrado les explicó que los había hecho reunir en la Sección Especial para facilitar la actuación de la Justicia.

Excepto Cipriano Reyes y el sacerdote Jordán Farías, que hicieron una pasada por la enfermería de la Penitenciaría para ser restablecidos, el resto fue a la cárcel de Devoto.

La esposa de Reyes estuvo ocho meses detenida sin proceso judicial. El juez no encontró elementos para condenarlos. Pero la Cámara revirtió la sentencia. Reyes no saldría en libertad hasta la caída de Perón, en 1955.

Otro caso de resonancia por torturas de la Sección Especial de mayor resonancia fue el del estudiante Ernesto Mario Bravo. Apenas fue detenido, su madre escribió a Perón:

“Angustiada por la desaparición de mi hijo Ernesto Mario Bravo, desde su detención 17 de mayo por policía Sección Especial y agobiada por los más sombríos presentimientos, ruego nuevamente Excmo. Señor Presidente dignarse impartir instrucciones para urgente esclarecimiento del hecho y concederme audiencia.”

Perón estaba enfrentado con la comunidad universitaria. El gobierno militar del GOU, que él integraba, había disuelto las organizaciones estudiantiles, clausuró universidades y detuvo rectores y decanos.

En 1945, la agremiación estudiantil se alineó con la Unión Democrática para las elecciones de febrero de 1946 y enfrentó en la calle a grupos peronistas y de la Alianza Libertadora Nacionalista (ALN), un grupo de choque liderado por Juan Queraltó.

En esa batalla hubo varios muertos. Dos estudiantes de Ingeniería de La Plata, Jorge Bakmas y Julio Rivello, fueron asesinados por negarse a vivar a Perón.

El 4 de octubre de 1945, Aarón Salmún Feijoo fue muerto cuando un grupo de diez personas de la Secretaría de Trabajo y Previsión lo interceptó en Perú y Avenida de Mayo, en el marco de la huelga estudiantil en la Facultad de Ciencias Exactas. Le dispararon un tiro en la boca. Fue considerado “el primer mártir universitario”.

Tras la victoria de Perón en las elecciones de febrero de 1946, la universidad se convirtió en un espacio de culto al peronismo, con el restablecimiento de la enseñanza confesional y el uso de bibliografía oficialista.

Expulsaron a más de mil profesores —casi un tercio del cuerpo docente— y designaron a decanos y rectores con precarios antecedentes académicos.

Los estudiantes se mantuvieron en la resistencia. Una fórmula para controlarlos fue el certificado de “buena conducta”, requisito imprescindible para la inscripción universitaria, que entregaba la Policía Federal. Los centros de estudiantes fueron vigilados y una red de informantes y delatores policiales se expandió por los pasillos y las aulas.

En este contexto de tensión entre el oficialismo y los universitarios, se produjo la desaparición de Ernesto Mario Bravo, militante comunista, que estudiaba Química en la Facultad de Ciencias Exactas.

Fue secuestrado en el barrio de La Paternal el 17 de mayo de 1951. Una comisión policial comandada por el comisario Lombilla fue a buscarlo a su casa. Bravo intentó escapar pero fue aprehendido en la calle Fragata Sarmiento al 1800.

Hubo varios testigos que observaron el procedimiento. Pero la policía negó su participación y el gobierno no dio respuesta a sus familiares. Se intuía que Bravo correría el mismo destino que el Carlos Aguirre en Tucumán en 1949: secuestro, torturas, desaparición y muerte.

El caso Ernesto Bravo fue tomado por radicales, católicos, el diario La Nación, toda la oposición, como el símbolo de la represión de la Sección Especial. La Federación Universitaria Argentina (FUA), presidida por David Viñas, declaró dos días de paro. Su desaparición también fue denunciada en la Cámara de Diputados.

El peronismo no se quedó de brazos cruzados. Salió a responder. Denunció que era un caso “autosecuestro”: a Bravo lo habían retenido los mismos estudiantes porque necesitaban un mártir, una bandera, para movilizarse contra el gobierno.

Después de 26 días sin noticias sobre su paradero, Bravo apareció. La versión policial indicaba que el estudiante supuestamente secuestrado había sido detenido tras un “tiroteo con la policía”.

La prensa y los diputados oficialistas avalaron la versión. Bravo fue acusado de “abuso de armas y resistencia a la autoridad”. El juez lo interrogó durante dos días. Su relato contradecía la narración oficial.

Bravo relató que luego de su detención fue conducido a la Sección Especial. Lo golpearon 10 hombres, a patadas y con cachiporras hasta que se desvaneció; lo desnudaron en una celda y le tiraron baldes de agua fría. Lo dejaron solo durante todo un día pero le impidieron dormir. Bebía agua del piso y su propia a orina.

Cada tanto, un kinesiólogo le hacía masajes para reanimarlo, y también le enyesaron el dedo anular y el meñique, que se habían quebrado por los golpes.

Cuando observaron que su vida corría peligro, la policía recurrió a un médico. Bravo nunca lo pudo ver. Cada vez que lo atendía le vendaban los ojos. Lo llamaban “el doctor Maciel”.

Después, una inyección le fue haciendo perder el conocimiento, aunque percibió que era trasladado en una camioneta a una casaquinta donde permaneció esposado en una cama. Allí también lo visitaba el “doctor Maciel”.

Poco a poco, se fue sintiendo mejor. El 13 de junio le trajeron un peluquero, lo afeitaron, le dieron las mismas ropas con las que había sido detenido —lavadas y planchadas— y lo retiraron del lugar.

Después de tres horas de viaje en auto entró en una comisaría. A la mañana siguiente fue obligado a declarar ante la Justicia bajo la acusación de “abuso de armas y resistencia a la autoridad”.

El testimonio de Bravo a la justicia era verosímil. El cuerpo médico de Tribunales constató fracturas en los dedos, hematomas, huellas de las inyecciones.

Pero, hasta ese momento, en el expediente había dos versiones contrapuestas: el informe de la policía y los dichos de Bravo.

Cinco días después, surgió la tercera versión: la del “doctor Maciel”, que eran en realidad el médico Alberto Caride, jefe de Traumatología del Hospital Ramos Mejía, ubicado en la calle Urquiza, frente de la Sección Especial.

Caride explicó a la Justicia que había sido contactado por teléfono por el oficial principal Amoresano en la madrugada del 18 de mayo de 1951. Lo pasaron a buscar por su casa. Ya había atendido en forma privada a pacientes detenidos en la Sección Especial. A uno de ellos le había amputado la pierna izquierda, otro había quedado estéril por los castigos, y también había tratado por una enfermedad de columna al gobernador bonaerense, coronel Domingo Mercante, entonces “lugarteniente” de Perón. Caride suponía que esa era la vinculación con el llamado. Pronto supo que no.

El comisario Lombilla lo recibió en su escritorio. Tenía a primera vista la foto en la que posaba con Perón, con una dedicatoria personal del Presidente. Le comentó que sus médicos estaban de vacaciones y necesitaba sus servicios. Sabía que él también preparaba las suyas. Lombilla le dio el pasaporte que había gestionado en la policía para viajar al exterior. Pero le explicó que iba a tener que suspenderlas. A uno de sus muchachos “se le había ido la mano” con un detenido y ahora quería dejarlo bajo su responsabilidad para que hiciera lo que pudiera. Pero si no fuera así, “mala suerte…”, le dijo.

Caride fue guiado por Lombilla por el interior de la Sección, empujaron una puerta de metal, entraron en una “cueva”. Había una figura postrada en la oscuridad que respiraba con dificultad. Estaba inconsciente. Tenía la cara deformada, el cráneo hundido. Le brotaba sangre de la boca.

—Este es el hombre —lo presentó Lombilla.

Caride se agachó para separarle los párpados, los hematomas se lo impedían. Cuando se paró para hablar con Lombilla se encontró cercado por hombres con pistolas al cinto. Advirtió que él también era un prisionero.

—Hay que darle agua —dijo el médico.

Lombilla se negó.

—Hablemos abajo –dijo.

La puerta metálica volvió a cerrarse con candado.

Fueron a la oficina del Archivo. Lombilla no quería muchos testigos. Estaba Amoresano y algún asistente más. Había muebles con centenares de prontuarios. El comisario le pidió una evaluación de lo que había visto.

—Tiene conmoción cerebral —dijo el médico.

—Puede ser. Le dimos tres horas de picana…

Lombilla le transmitió a Caride sus experiencias como torturador. Si la picana se aplica por mucho tiempo, los músculos se contraen y el detenido queda duro. La mandíbula es lo primero que se endurece. A menudo se ablanda con una buena trompada. Pero en el caso de este detenido, le explicó Lombilla, los golpes no resultaron.

Caride propuso internarlo en un sanatorio lo más rápido posible. Lombilla le explicó que podía atenderlo en la repartición.

—¿Cuánto tiempo se necesita para que se recomponga? —preguntó.

El médico no podía precisar si se recuperaría en forma completa.

—Las conmociones cerebrales dejan huellas que son imposibles de predecir.

Si el diagnóstico era complicado, Lombilla comentó que podía hacer atropellar al detenido por un auto y que el problema se resolviera con un “accidente”. Podía ser un auto de la Sección Especial.

—Las denuncias van a la Dirección de Tráfico de la Policía y no tardan mucho en archivarse…

La hipótesis del “accidente” quedó flotando en el aire.

Lombilla también le explicó por qué no le daban agua al detenido. Después de las torturas, había que dejar pasar al menos cuarenta y ocho horas para que el sistema digestivo le permitiese tragar algo. Ni siquiera podía hacerlo por enema. Pero le admitió a Caride que tenía razón.

—…lo de la conmoción cerebral quizás haya sido porque lo agarramos de los pelos y le golpeamos la cabeza contra la mesa —dijo.

El arte de la tortura es no matar, explicó Lombilla. Es jugar siempre al límite para lograr la confesión, pero evitar que el detenido muera sobre la mesa.

La muerte era considerada un imprevisto en la Sección Especial.

Le había ocurrido una vez a Amoresano. Empezó a torcerle las muñecas a un detenido que continuaba sin hablar, o mejor dicho, sólo se quejaba. Ese día estaba con mucho trabajo y Amoresano perdió la paciencia. Le dio un golpe en el pecho y el corazón y se le plantó en el acto.

Lombilla se sonrió por la mala suerte de su ayudante.

Del Archivo fueron hacia un pequeño depósito de medicamentos. Lombilla dijo que tomara lo que le hiciera falta. No había mucho. Caride decidió ir a su consultorio de Riobamba 261 para retirar jeringas, suero, una sonda. Lo acompañó Amoresano.

Cuando regresó a la Sección Especial, el médico hizo las primeras curaciones al prisionero. Recomendó que le pusieran una bolsa de hielo para bajarle la fiebre y, en lo posible, que lo colocaran en una cama con un colchón, frazadas, almohada.

Lombilla lo invitó a tomar un café en su despacho. Se preocupaba por ser cortés con el médico. Le habló de Perón. Tenía buena relación con él. El General estaba apadrinando los estudios de su hijo como cadete del Colegio Militar.

Pasadas las seis de la mañana, lo dejaron ir. Quedó una guardia de policías vigilando su casa. A la tarde Caride fue a hacer visitas médicas acompañado por un oficial.

A la medianoche volvió a la Sección Especial para ver al detenido ilegal. Estaba tirado sobre un felpudo; no había hielo ni se había aplicado nada de lo que indicó. Un par de zapatos en la cabeza le servían de almohada. Todo el resto estaba igual.

Caride protestó ante Lombilla y el comisario le pidió que no se alterara. No tenía mucho margen para quejarse.

-Cualquier acusación que haga en nuestra contra sólo servirá para comprometerlo. Continúe con nosotros y en silencio. No tiene otra salida.

La Sección Especial era un “agujero negro” de la Policía Federal. Lombilla le explicó el funcionamiento. En teoría, su repartición dependía de la División de Investigaciones de la Policía Federal. Pero en la práctica era una repartición autónoma que reportaba a la División de Informaciones Políticas de la presidencia de la Nación, que dirigía el comandante de Gendarmería, general Guillermo Solveyra Casares.

En 1938, Solveyra Casares había creado y comandado el primer servicio de la inteligencia de la fuerza e internó a sus gendarmes, vestidos de paisanos, en los bosques del Territorio del Chaco para buscar información que ayudara a capturar a Segundo David Peralta, alias “Mate Cosido”, y otros bandoleros sociales que atormentaban, con asaltos y secuestros, a gerentes de compañías extranjeras y estancieros.

Solveyra Casares tenía su despacho contiguo al del presidente en la Casa Rosada y participaba en las reuniones de gabinete.

El hombre de “enlace administrativo” entre Balcarce 50 y Urquiza 556 era el subcomisario José González, que revestía como subjefe de Informaciones Políticas y también como subjefe de la Sección Especial, un escalón por debajo de Lombilla.

—Rendimos cuentas a Perón, no a la policía —explicó Lombilla, y prosiguió—. Desde el punto de vista legal, yo sé que podría ser condenado por mil casos… Ve aquella pila de papeles…

Caride se dio vuelta. Era una pila de carpetas de quince centímetros de altura.

—…son denuncias de los presos de la Sección Especial que se presentaron en la Justicia. Los jueces las envían de vuelta para acá y yo las archivo.

Había un procedimiento interno, de confianza mutua, entre Lombilla y los jueces. Funcionaba como una señal de alerta: si el magistrado decidía un allanamiento a su repartición, lo llamaban por teléfono, y sus subordinados realizaban el traslado interno de los detenidos a la Comisaría 8ª, y la Sección Especial se mantenía “limpia”.

Los días que siguieron, Caride continuó visitando a Bravo. Ya se alimentaba. El médico tenía la certeza de que no se moriría. Mientras tanto, en todo momento del día, lo acompañaba Amoresano.

Si visitaba a algún paciente en su casa, el oficial se acomodaba en la sala de espera. El policía había tomado confianza con el médico. En una oportunidad le mostró una polea de la sala de torturas que había traído del Paraguay para colgar de los tobillos a los opositores políticos, y un pequeño motor eléctrico, algunos rollos de alambre y una aguja de tortura que, atada al alambre, aplicaba sobre sus cuerpos.

Después Bravo fue trasladado y Caride comenzó a visitarlo a la quinta de Paso del Rey, en el Oeste. Bravo siguió sufriendo mareos pero se fue recomponiendo; tenía una fisonomía más presentable.

El 10 de junio le informaron que Bravo quedaría en libertad y ya no necesitarían sus servicios. Bravo tenía puesto un traje. Como le habían robado los zapatos que usaba el día de la detención, una comisión policial allanó su domicilio y trajo otro par para calzarlo.

Al día siguiente, Bravo ya estaba formalmente detenido en la Comisaría 45ª y listo para declarar ante la Justicia.

Pocos días después Caride relató el caso a los diputados radicales Silvano Santander y Miguel Ángel Zavala Ortiz, quienes acompañaron su presentación ante el juez. Su testimonio fue omitido por la prensa oficialista, que dejó de mencionar el caso.

Caride tuvo que exiliarse al Uruguay.

Lombilla y Amoresano fueron imputados por el delito de “privación ilegal de la libertad y lesiones”, pero dos años después, en 1953, fueron sobreseídos.

Texto editado del capítulo "La Tortura" del libro "Argentina. Un siglo de violencia política", de Marcelo Larraquy. Ed Sudamericana 2017. @mlarraquy

18/09/2018 06:34
Sin palabras está todo dicho en este textual .

“El odio como factor de lucha, el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una eficaz, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así: un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal.” Ernesto Guevara
30/08/2018 05:39
DEFENDIÓ EL ABORTO Y DIJO QUE LA MUJER ES HOMOSEXUAL POR NATURALEZA

Simone de Beauvoir: la partidaria de la pedofilia que formuló las bases de la ideología de género

Nacida en París Simone de Beauvoir, comunista militante y una de las más importantes precursoras del feminismo de género, la línea predominante hoy en esa ideología.

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Defensora del odio contra los hombres, a los que consideraba opresores

Beauvoir es especialmente famosa por su libro “Le Deuxième Sexe” (El segundo sexo), escrito en 1949 y publicado al año siguiente. En él se trazan las líneas maestras de lo que años más tarde se convertirá en el feminismo de género. Se encuentra en él, por ejemplo, el odio al hombre, al que señala como opresor de la mujer, y el rechazo a la familia, a la que considera una herramienta de opresión:

El hombre ha logrado sojuzgar a la mujer, pero en esa medida la ha despojado de lo que hacía deseable su posesión. Integrada en la familia y la sociedad, la magia de la mujer más se disipa que se transfigura; reducida a la condición de sirviente, ya no es esa presa indomada en la cual se encarnaban todos los tesoros de la Naturaleza.”

Defendió el aborto obviando cualquier consideración científica

El libro también contiene un nutrido repertorio de falacias con las que Beauvoir defendía el asesinato de hijos por nacer como un derecho de la mujer, unas falacias que los grupos abortistas han venido repitiendo como loros desde entonces. La ideóloga feminista llegó a tachar de “humanitarismo intransigente” la defensa del derecho a vivir de esos hijos (no deja de ser una paradoja leer ahora a algunos medios presentándola como una “defensora de los derechos humanos”:

Las razones prácticas invocadas contra el aborto legal carecen de peso; en cuanto a las razones morales, se reducen al viejo argumento católico de que el feto posee un alma a la cual se le cierra el paraíso al suprimirlo sin bautismo. Es notable que la Iglesia autorice, en ocasiones, el homicidio de hombres hechos: en las guerras, o cuando se trata de condenados a muerte; pero, en cambio, reserva para el feto un humanitarismo intransigente.

Es curioso ver que en este párrafo Beauvoir justificaba el asesinato de inocentes en la doctrina católica sobre la guerra justa, basada en el derecho a la legítima defensa, un derecho universalmente aceptado, y no sólo por los católicos. El argumento de Beauvoir es tan cínico como defender el asesinato de un adulto alegando que los polacos, belgas y franceses también mataron a alemanes cuando éstos invadieron su país… Es curioso observar que Beauvoir ni siquiera se detenía a considerar el conocimiento científico sobre el inicio de la vida: lo obviaba sin más, como hoy siguen haciendo muchas de sus seguidoras.

Demonizó el embarazo y tachó de ‘parásito’ al hijo por nacer

Pero Beauvoir no se limitaba a defender el aborto. Además, demonizó el embarazo y tachó al hijo por nacer de “parásito” y acusándole de explotar a la mujer. Ella misma decidió no tener hijos, por motivos ideológicos. Esto escribía al respecto en el citado libro: el embarazo es, sobre todo, un drama que se representa en el interior de la mujer; ella lo percibe a la vez como un enriquecimiento y una mutilación; el feto es una parte de su cuerpo y es también un parásito que la explota; ella lo posee y también es poseída por él; ese feto resume todo el porvenir, y, al llevarlo en su seno, la mujer se siente vasta como el mundo; pero esa misma riqueza la aniquila, tiene la impresión de no ser ya nada. Una existencia nueva va a manifestarse y a justificar su propia existencia, por lo cual se siente orgullosa; pero también se siente juguete de fuerzas oscuras, es zarandeada, violentada.

Poniéndose a sí misma como modelo a seguir, y a pesar de no haber sido madre, despreció las facultades maternas presentándolas como un sufrimiento: “engendrar, amamantar, no constituyen actividades, son funciones naturales; ningún proyecto les afecta; por eso la mujer no encuentra en ello el motivo de una altiva afirmación de su existencia; sufre pasivamente su destino biológico.

Negó el origen biológico de las diferencias sexuales

Beauvoir también formuló una de las bases de la ideología de género actual: la afirmación anticientífica de que el sexo carece de fundamento biológico: “No se nace mujer: se llega a serlo”, afirmó en el citado libro. “Ningún destino biológico, psíquico o económico define la figura que reviste en el seno de la sociedad la hembra humana; es el conjunto de la civilización el que elabora ese producto intermedio entre el macho y el castrado al que se califica de femenino. Este disparate, defendido de forma marginal por ideólogos marxistas durante décadas, ha sido hoy asumido incluso por partidos que de derechas, y está sirviendo para criminalizar y perseguir a todos los que defienden un hecho científico como es el origen biológico de las diferencias entre hombre y mujer.

“Toda mujer es homosexual por naturaleza”, afirmó

En línea con lo anterior, y a pesar de que ella mantuvo relaciones con hombres, su pensamiento misándrico llevó a Beauvoir a plantear el lesbianismo como lo natural en la mujer, nuevamente poniendo su propia vida como referencia (pues mantuvo relaciones lésbicas con diversas mujeres, incluso con menores): “La homosexualidad de la mujer es una tentativa, entre otras, para conciliar su autonomía con la pasividad de su carne. Y, si se invoca a la Naturaleza, puede decirse que toda mujer es homosexual por naturaleza. Ésta es una de las ideas más repetidas hoy por el feminismo radical.

Defendió a la URSS como el país más feminista en pleno régimen de Stalin

Todo este proyecto ideológico era enmarcado por Beauvoir en la ideología socialista. En plena dictadura de Stalin, la escritora feminista se deshacía en elogios a la Unión Soviética: “Es en la URSS donde el movimiento feminista adquiere la máxima amplitud”, afirmaba en el citado libro. Y añadía: Son las resistencias del viejo paternalismo capitalista las que impiden en la mayoría de los países que esa igualdad se cumpla concretamente: se cumplirá el día en que esas resistencias sean destruidas. Ya se ha cumplido en la URSS, afirma la propaganda soviética. Y cuando la sociedad socialista sea una realidad en el mundo entero, ya no habrá hombres y mujeres, sino solamente trabajadores iguales entre sí“. Y esto lo decía en apoyo de una ideología que estaba sembrando la opresión, el terror y la miseria en media Europa.

Beauvoir firmó un manifiesto pidiendo legalizar la pederastia

Hay otros aspectos del pensamiento y de la actividad política de Simone de Beauvoir que hoy en día son ocultados de una forma sorprendente. En sus entradas en la Wikipedia en español, en inglés y en francés no hay mención alguna a este hecho. Sin embargo, el diario izquierdista francés Libération, fundado por Jean-Paul Sartre (que fue pareja sentimental de Beauvoir) recordaba el 23 de febrero de 2001 un hecho ocurrido en 1977. En enero de ese año tres hombres fueron juzgados en Francia por abusar sexualmente, pero sin violencia, de menores de 15 años. El diario Libération publicó un manifiesto reclamando el “reconocimiento del derecho del niño y adolescente a mantener relaciones con personas de su elección”. Simone de Beauvoir fue una de las firmantes de esa carta que defendía la legalización de las relaciones pedófilas, carta publicada también por el diario Le Monde el 26 de enero de 1977.

Despedida por corromper a una alumna menor de edad

El respaldo de Beauvoir a la legalización de la pedofilia no era casual. Como recordó Andy Martin en The New York Times (medio también progresista) el 19 de mayo de 2013, la ideóloga feminista fue despedida de su trabajo como profesora en 1943 por corromper a una alumna menor de edad. Alguien podría pensar que el despido se debió a causas políticas, pero el hecho es que Beauvoir había colaborado con Radio Vichy, una emisora del régimen colaboracionista de Pétain ; un hecho que ella misma reconoció en sus memorias. Martin también recuerda que siendo pareja sentimental de la escritora, Jean-Paul Sartre desarrolló un patrón, al que llamaron el “trío”, en el cual Beauvoir seducía a sus estudiantes y luego se los pasaría a Sartre. Por otra parte, en agosto 1959 la revista Esquire publicó un controvertido ensayo de Beauvoir titulado “Brigitte Bardot y el síndrome de Lolita”, en el que la escritora feminista se mostraba fascinada por el aspecto infantil de la actriz.

En fin, si éste es el referente del feminismo de género en materia de pensamiento, muchas familias tienen motivos sobrados para sentise alarmadas.

10/04/2015 16:06
10/04/2015 15:56





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